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Marruecos: una oportunidad perdida

Sánchez soluciona una larga crisis diplomática con Rabat pero no los problemas de fondo que marcan nuestra relación con Marruecos

La visita realizada por Pedro Sánchez la semana pasado al rey de Marruecos pone fin a una larga crisis diplomática entre Madrid y Rabat, pero el Gobierno tendrá que pagar un precio por esta normalización. Del viaje de Sánchez no hay que resaltar tanto los escasos acuerdos alcanzados, que estaban en la práctica ya descontados, como la constatación del giro de 180 grados en la postura española sobre el plan de autonomía marroquí para el Sahara. Sin tener ni siquiera la unanimidad de su propio Gobierno ni mucho menos la de los grupos del Congreso, fallando estrepitosamente en las formas, siempre tan importantes como el fondo en política exterior, Sánchez ha roto una política que había sustentado la democracia española durante casi medio siglo y que contaba con un amplio respaldo popular: la apuesta clara por la libre autodeterminación de los saharauis, anclada en el marco de las resoluciones de las Naciones Unidas. Se soluciona una crisis pero no los problemas de fondo que marcan nuestra relación con Marruecos, sobre todo en lo que respecta a la inmigración ilegal y las apetencias territoriales sobre Ceuta y Melilla. No se puede negar que la decisión adoptada por el presidente español responde a una política realista porque el plan de autonomía marroquí es la única opción viable puesta sobre la mesa y está avalada por potencias como EEUU y Alemania. Pero lo que obtiene Madrid es muy escaso. España no debería tolerar que su integridad territorial se vea cuestionada por un país vecino y esta hubiera sido una magnífica oportunidad para avanzar, de una vez por todas, en esa dirección. Sánchez no ha sabido aprovechar la ocasión y como hechos tangibles, más allá del cordial recibimiento que le dispensó Mohamed VI, nos tendremos que conformar por ahora con la voluntad de impulsar el tráfico de pasajeros en el Estrecho y la cooperación en materia de migración. Confiemos, por tanto, en que los hechos den por buena esta mera declaración de intenciones.

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