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El lunes se cumplieron años, ciento seis, del fin de la Gran Guerra. Ese mismo año, Valéry escribirá la primera carta de su Política del espíritu, cuyo comienzo es un resumen, no solo de la guerra pasada, sino de los hechos venideros: “Nosotras, las civilizaciones, sabemos ahora que somos mortales”. En el año anterior, el golpe de Estado comunista había acabado en Rusia con la incipiente democracia de Kérenski. En Europa, los Catorce puntos del presidente Wilson aplicarán sobre el cadáver caliente del continente la doctrina sentimental de Renan, expuesta en la Sorbona en 1882: “Una nación es un alma, un principio espiritual”. Como sabemos, el componente nacionalista del siguiente conflicto no sería accesorio ni incruento.
Zweig, en sus Momentos estelares de la humanidad, incluye esta resolución mesiánica de Wilson como uno de los grandes logros civilizatorios de todos los tiempos. No obstante, la Europa aglutinada según estos principios –con el principio de nacionalidad en primer término– no tardaría en expulsar a Zweig del lugar de sus ancestros. Sería aventurado, y sin duda erróneo, establecer cualquier paralelismo entre la Europa de entonces y la de ahora. Sí cabe señalar, en cualquier caso, una ventaja que nos distingue de aquella civilización malherida que consigna Valéry. Nosotros sí conocemos la pavorosa acción criminal con la que el comunismo y el nacionalismo, en sus diversas modalidades, protagonizaron una parte fundamental del XX. Tampoco ignoramos otro hecho que podría deducirse de la propia carta de Valéry. Sabemos que dicho conocimiento no nos servirá de nada. La presentación actual de los nacionalismos como una fuerza genuina y pacífica, incluso ecologista, defensora de las verdades esenciales del hombre, no nos permitirá llevarnos a engaño. Tampoco los diversos modos de colectivismo de raíz marxista que aún hoy afligen al mundo, el mayor de los cuales se dirige a ser la potencia predominante en el globo.
No hay nada que garantice a Europa su continuidad democrática en el futuro. Tampoco la prosperidad, desconocida en los anales del mundo, que hasta el momento proporciona a sus conciudadanos. Absolutamente nada de todo ello pertenece a la categoría de lo imperecedero y sí al más descarnado albur de lo desconocido y lo falible. Recordemos que la Gran Guerra fue conocida como “la guerra que iba a acabar con todas las guerras”. Y, sin embargo, apenas duró tres lustros esta predicción tan entusiasta. No así la advertencia de Valéry, que aún nos concierne plenamente.
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