Turismo Cuánto cuesta el alquiler vacacional en los municipios costeros de Cádiz para este verano de 2024

SI no me equivoco, se acaba de cumplir un año (2 abril 2009) desde que el selecto club de los países ricos -algunos, más bien emergentes, y otros, invitados por la puerta de atrás- se reunió en Londres para nada menos que "refundar el capitalismo". No queda otra que renovar el sistema o irnos todos a la mierda, dijeron.

Naturalmente, aquella cumbre del G-20 llevaba de antemano colgado el superlativo: histórica. Y otra vez naturalmente -más que nada, por tradición-, los hechos han venido a desmentir adjetivo tan precipitadamente adjudicado. Si se repasan las hemerotecas del pasado año se verá que están cuajadas de declaraciones rimbombantes, de Obama a Zapatero, y de Sarkozy a Durao Barroso. Hay que refundar el capitalismo, y regular el sector financiero, es el principio del fin de los paraísos fiscales, el secreto bancario se ha terminado, se va a controlar a las entidades financieras, y así.

La teórica se la sabían de corrido. El Fondo Monetario Internacional, por dos veces, y los mismos del G-20, que volvieron a verse en septiembre, prometieron acabar con los paraísos fiscales, intensificar la supervisión de las entidades financieras, aumentar las garantías de solvencia, limitar los bonus millonarios de los ejecutivos bancarios, controlar a las agencias de calificación de riesgos y atar en corto a los productos de inversión que son tan complicados que atraen a muchos incautos codiciosos. En resumen: como el origen de la crisis mundial estaba en el funcionamiento especulativo e incontrolado de los bancos y sociedades de inversión, parecía lógico que la política alterase las reglas de juego para aumentar el control de los servidores de lo público sobre estas entidades que nos habían llevado casi a la ruina (a muchos, sin el casi). Y como los estados habían tenido que socorrer a los financieros en dificultades porque la alternativa era el derrumbe de todo el sistema, no podía estar más justificada la intervención. Incluso en poderosas naciones de acreditado liberalismo y veneración del mercado se metió a paletadas el dinero de los contribuyentes para salvar de la quiebra a docenas de grandes instituciones extendidas por todo el mundo.

Un año después se sabe que se han salvado los banqueros e intermediarios, que -salvo contadas excepciones- no han sido castigados y que los veinte países agrupados se han ido desagrupando: cada uno ha tirado por su lado. No hay política común. Cada país ha atendido más a la singularidad de su propio sistema, si es que la ha atendido, que al problema general que tiene raíces comunes. Donde se demuestra que los grupos de presión tienen más fuerza que los gobernantes democráticos y que el poder de la política es, contra lo que aparenta, inferior al poder del dinero. La crisis la pagaremos todos. Ya la estamos pagando. Aquí no se refunda nada.

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