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En tránsito

Eduardo Jordá

Bajo el pantano

HACE unos meses estuve en Iznájar, el pueblo de la provincia de Córdoba donde nació José Montilla, el actual presidente de la Generalitat. El pueblo me gustó mucho. Está en una colina rodeada por un gran pantano, y como aquel invierno había llovido mucho, el pueblo era en realidad un islote lacustre al que había que llegar atravesando un puente y del que había que salir atravesando otro puente. Dando un paseo, fui a un mirador que daba al pantano. Un hombre mayor se sentó a mi lado. Le pregunté por el pantano. El hombre me contó que lo habían construido en los años cincuenta y que anegó una gran vega de frutales. Para el pueblo fue una desgracia. Mucha gente se tuvo que ir a vivir a otro sitio. "Por ejemplo -me dijo- el Montilla, el catalán. Su familia vivía por allí abajo, en una pedanía. Mire aquel islote, allí al fondo. Pues por allí cerca estaba su casa. Ahora no queda nada. Todo se lo tragó el agua".

Y entonces lo entendí todo. ¿Hay algo más doloroso que una historia así? Aquel señor de Iznájar me contó que Montilla había regresado alguna vez al pueblo, aunque allí ya no le quedaba familia. Imaginé a Montilla mirando el pantano desde aquel mismo mirador, intentando buscar algo que le recordara su infancia -una chimenea, un camino, un árbol-, pero sin poder encontrar nada porque todo había sido sepultado por el agua. Esta experiencia es una de las más dolorosas que uno pueda vivir. En estas condiciones, cuando ni siquiera queda un vestigio físico del pasado, se está condenado al desarraigo, a vivir en una humillante intemperie, a la huida hacia delante al precio que sea. Ésa es la condición de muchos emigrantes y de muchos desplazados por la historia, y de ella surge lo mejor y lo peor del ser humano. Por un lado, el deseo de superación y la lucha constante contra la adversidad; y por el otro, la necesidad apremiante de éxito social o de poder político.

Por eso entiendo muy bien la frialdad y la obcecación de Montilla. Por eso entiendo muy bien lo peligroso que puede llegar a ser. Para él todo está muy claro: o la Generalitat o el pantano, o todo o nada. Algunos afortunados conservamos el recuerdo de una infancia segura y feliz. Y si tenemos que tomar una decisión difícil, o si tenemos que decir que no a una propuesta que nos parece inadecuada, nos sentimos protegidos por el recuerdo de una casa, de una familia, de una cierta tradición. Pero Montilla no tiene nada de eso. Está solo, a la intemperie, rodeado por las frías aguas de un pantano que se lo llevó todo. Otros serán capaces de adoptar una actitud más responsable o más conciliadora. Él no. Seguirá adelante, al precio que sea, buscando en Cataluña el lugar inalcanzable que le haga olvidar para siempre aquella vida perdida que se tragó un pantano.

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