La firma invitada

Jesús Maeso De La Torre / Historiador Y Escritor

La noche mágica

EL día de los Santos Inocentes, Nicolás echó su carta de Reyes en el oxidado buzón de correos. Encerraba el mágico espejismo que estallaba cada año por Navidad, y aquellos años 50 eran demasiado grises y desamparados, como para no concederle crédito a una ilusión tan portentosa.

Se quedó unos segundos contemplando la oxidada bocaza del buzón. Era quizá su última oportunidad para lograr su gran fantasía, pues la edad de la inocencia se le extinguía inexorablemente, y su corazón se preguntaba si por fin los Magos de Oriente le traerían su deseo más ansiado: un tren eléctrico.

Cada tarde, al salir de la escuela, y antes de que la ciudad se envolviera en la luz cenicienta y amarilla de la postguerra, se ovillaba en su abrigo remendado, y como si de un ritual sagrado se tratara, pegaba su cara literalmente al escaparate de la tienda de juguetes, "La Ilusión", hasta que el vaho de su nariz empañaba el cristal.

Y segundo a segundo grababa en sus candorosas pupilas la silueta del tren, con la reverencia de un intruso que hubiera accedido a un templo donde se ritualizará una religión prohibida. El convoy lucía en un lugar preferente de la vitrina, sobre una tabla cubierta de serrín, con su lustre multicolor y el metal admirablemente barnizado, con las letras de la Union Western Company grabadas en primorosa grafía inglesa.

En sí mismo, el tren parecía explicar el complicado laberinto del mundo y su infinita vastedad que él aún no comprendía del todo. Se lo imaginaba suyo, en la mesa de su comedor en la noche de Reyes, envuelto en papel de seda y celofán.

Llegó al fin la tan esperada noche de Reyes, y Nicolás era incapaz de replegar los párpados de la impaciencia.

La madruga creció henchida de misteriosos presagios: ruidos sospechosos, revuelos de enaguas, siseos y olores desconocidos. Despertó con la mirada atenta a la estancia donde le aguardaban los regalos. ¿Estaría el tren entre ellos? ¡Claro que sí¡ No podía dudar del poder de bilocación del rey Gaspar.

En la raya del alba, su madre lo llamó dulcemente: "Nicolás ya han venido los reyes".

Nicolás caminó apresuradamente y se asomó al precipicio de la mesa donde estaban colocados los juguetes. Avanzó temblando, sin atreverse a proclamar su miedo. ¿Y si el tren eléctrico no se hallaba allí? Era un momento de éxtasis puro.

Pero súbitamente su ansia se trastocó en un terrible naufragio. El pecho se le ahogó. El espacio que debía ocupar el tren estaba aterradoramente vacío. ¿Quién había olvidado aquel gesto de amor? ¿El rey Gaspar, a quien tan firmemente se lo había perdido en su carta escrita a plumilla?

El mundo de los sueños se borró de golpe, como una ola borra un garabato escrito en la arena. Era un adiós amargo al mundo de la ilusión. Su diminuto universo palideció y se rompió como el cristal. Desencantado, acarició la arquitectura multicolor, el juego de carpintero, el cochecito de latón y unos lápices de grafitos de colores, simétricos y perfectos en su caja de cartón de Alpino.

Y claro, tras ellos, dominando la escena, el consabido caballo de cartón de todos los años. Comprendió que no podía seguir siendo el rehén de sus sueños, que la semilla secreta del hombre crece sólo en el barro del camino, en la realidad y en la experiencia hostil.

Sus ilusiones se escaparon y sólo le quedó un trocito de mueca apenas sonriente. Su fidelidad a los Reyes de Oriente estaba hecha añicos. Pero se recompuso y manoseó los juguetes.

-¿Qué te ocurre Nicolás?- le preguntó su madre, advertido el sesgo de contrariedad.

-¿Y el tren? ¡Se lo pedí y lo han olvidado, mamá!- contestó Nicolás balbuceante.

-¿Has mirado detrás del caballito?

En medio de una trémula ansiedad, Nicolás alzó su cuerpecillo y apartó con nerviosismo el cuadrúpedo de cartón piedra. No podía creerlo. Rodeado de una muralla de monedas de chocolate reclamaba su atención un trenecito de madera, con su locomotora y cuatro macizos vagones esmeradamente fabricados por un anónimo Gepètto y pintados con todos los colores posibles del arco iris.

Era otro tren distinto al tantas veces soñado, otra creación inimaginablemente bella. Lo bajó al frío y tiró del brillante cordel. Al instante sus macizas ruedecitas resonaron con su fragor y la campanilla de la locomotora amarilla tintineó.

Pero de repente se le vinieron a la memoria dos recuerdos muy recientes que lo explicaban todo. ¿No eran aquellos colores los mismos que había visto impresos en los dedos de su madre unas semanas antes? ¿No era aquel trenecito el objeto alargado que su abuelo no lo dejaba ver en su taller y que escondía precipitadamente cuando él aparecía en la puerta?

Lo comprendió todo al momento, como si de golpe le hubieran descorrido la tapa que cubre el misterio de la vida y hubiera examinado su interior.

Por mucho que le afligiera la frustración de no poseer el tren eléctrico, conservaba el amor indeleble de sus padres, y de un abuelo desprendido y la mesa estaba llena de regalos. Además el tren de madera le parecía fascinante y singular, y no era sino el resultado de una conspiración de amor de sus seres más queridos.

Se volvió y se abrazó a su madre, y los suspiros, tan volátiles ellos, se le disiparon. Dos lágrimas, como cuentas erráticas de un collar destrozado, rodaron por sus pómulos.

Nicolás, pasados los años, seguía recordando aquel amanecer destemplado de los años 50, cuando su corazón se transformó en un diminuto crisantemo que comenzaba a llenarse de las dichas y los sinsabores de la vida.

No obstante, todavía hoy se siguen asomando a la ventanilla de su ayer las figuras del tren eléctrico de tonalidades cobalto y azabache, pero el paisaje del escaparate se empequeñece, cobrando auge el amor impagable de sus padres y el tren de madera de colores, como una serpiente fabulosa que aún sigue adormecida en la cripta de transparencias de su niñez.

Nicolás aún guarda aquella evocación, y se pregunta dónde se hallaría ese tren que hiciera con sus manos encallecidas su abuelo y que coloreara pacientemente su madre? ¿En qué basurero o en que buhardilla habrían cumplido ambos su destino de olvido, deterioro y disgregación?

La Navidad se convirtió desde entonces para él en un estado de la mente, y sólo deseaba, abrazar, besar, y expresar su amor a sus semejantes con un empuje ardiente, ese, cuyo coste no cotiza en bolsa, ni entra jamás en crisis, porque para él la Navidad no era sino una trama de afectos que a todos nos atrapa.

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