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La esquina

josé / aguilar

El mito de los debates

ENTENDÁMONOS: es mucho mejor que haya debates a que no los haya, y ojalá estuvieran ya institucionalizados como hábito democrático y no tuviera que discutirse sobre ellos en cada campaña. Pero el debate -televisivo, me refiero- está sobrevalorado en esta sociedad que todo parece medirlo por su eco catódico. Si no sales en televisión, no existes; si no ganas el debate en televisión, pierdes las elecciones.

La mitificación del debate, que tal vez nació tras el famoso duelo entre Nixon y Kennedy en los años sesenta del siglo pasado -ese sí resultó decisivo-, se alimenta de la idea de que la gente decide el voto en función de lo que ve y escucha cuando los candidatos se enfrentan en la pantalla. Como todos los demás actos de la campaña son pura propaganda de parte (mítines, visitas, paseos por barrios, reuniones sectoriales), se supone que el intercambio directo de palabras, actitudes y gestos decantará a los votantes por unos o por otros.

Naturalmente, no es así. Por qué un ciudadano escoge una papeleta y no otras depende de muchos factores. De su estatus social, de su posición económica, de su nivel de formación, de la cultura que haya recibido y de la que voluntariamente haya adquirido, de la influencia familiar y el círculo de amistades, de la ideología y las creencias íntimas, de la propia personalidad más o menos receptiva, y también de los mensajes que le lleguen desde los medios de comunicación social en su conjunto. De todo esto y de más cosas. Se dice: el debate puede ser fundamental para decidir a los muchos indecisos. Pero ¿quién se atreve a asegurar que los indecisos dejarán de serlo sólo por uno o dos debates?

Luego está la cuestión de cómo son nuestros debates. Tienen poco que ver con los que se celebran en democracias más veteranas. Con los corsés que imponen las juntas electorales y las reglamentaciones exigidas por los partidos, los debates vivos, ágiles y tensos de otros lares se convierten aquí en una sucesión ordenada de monólogos cronometrados hasta el segundo que dificulta, cuando no condena, la dialéctica, la interacción de argumentos y el contraste de criterios. Si el debate es, como el de anoche, entre tres, lo que los espectadores pueden encontrar son tres discursos yuxtapuestos que se van agregando en el riguroso orden preestablecido, pero sin apenas rozarse.

Está bien que haya debates, aunque sean éstos. Pero desmitifiquemos su importancia.

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