Si 2020 ha sido el año en el que la cultura mutó radicalmente, sería injusto -y falso- considerar que todos los sectores culturales han recibido con igual deterioro el impacto catastrófico del virus. Frente a la tormenta perfecta del cine (salas vacías, estrenos postergados, hegemonía de las plataformas), el páramo del teatro (insostenible en las condiciones actuales) o el apagón musical (con la ausencia casi absoluta de conciertos), el negocio del libro presenta, en cambio, cifras bastante razonables. Hay quien afirma que, en un año aciago, hay que destacar el milagro de la lectura. Según Patrici Tixis, presidente del Gremio de Editores de Cataluña, si la campaña de Navidad funciona bien, se puede llegar a un 96 o 97% de la facturación de 2019, muy lejos del 40% de pérdida que se auguraba el pasado julio.

Las causas de ese mejor comportamiento tienen que ver, me parece, con la propia psicología: ante el confinamiento, una buena parte de la sociedad se ha reencontrado con el hábito de leer. En aquellos días iguales, nada ayudaba más a soportar la reclusión que un buen arsenal de títulos. La relación personalísima que se establece entre el lector y lo leído, la capacidad que los libros tienen de instalarnos, cómo y cuándo uno quiere, en múltiples realidades que endulzan el amargor de la presente, los convierten en compañeros indispensables, en necesarias válvulas de escape que distraen la mente y reconfortan el alma.

A ese factor básico se han añadido, además, otros coadyuvantes (el renacer de las librerías de proximidad, la agilidad con la que éstas se han adaptado al comercio electrónico, el buen funcionamiento -esta vez sí- de las ayudas públicas, la valentía de las editoriales, que han echado el resto con atractivas e importantes novedades). Juntos explican por qué el libro es el vehículo cultural que resiste con mayor entereza en este tiempo extraño de distanciamientos y silencios.

Ha habido, claro, destrozos. La exportación a América Latina se ha desplomado. También la venta de libros de texto. La piratería sigue constituyendo un peligro permanente y agravado. Pero es innegable que estamos ante un reverdecer de la lectura. El acto cultural más simple y más íntimo es, al cabo, el único que diríase capaz de atravesar, sin daño irreparable, este maldito desierto de la pandemia. Para nuestro gozo y asombro, la industria del libro, gestionada con inteligencia, se mantiene firmemente en pie.

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