Columna de humo

José Manuel / Benítez Ariza

El himno

NO sé en que parará lo de la letra del himno nacional. La verdad, no creo que haya muchos países en los que, para disponer de himno, haya habido que convocar un certamen literario. Lo normal es que se adopte el cántico que acompañó una gran victoria militar o una revolución triunfante. La reciente historia de España ha conocido algunas importantes victorias cívicas (el aplastamiento del golpe de estado de Tejero, por ejemplo) y quizá alguna que otra revolución silenciosa. Pero ni unas ni otras, ay, vinieron acompañadas de una marcha airosa, al estilo del Himno de Riego, o de una melopea anticipadora de futuras nostalgias revolucionarias, como lo fue el Grandola vila morena de la Revolución de los Claveles (que, por cierto, no es todavía, que yo sepa, himno de Portugal).

Puestas así las cosas, ha habido que convocar una especie de juegos florales; a los que, como a los viejos certámenes que se premiaban con una flor natural, lo mismo han concurrido autores consagrados que animosos versificadores sin renombre. A mí, qué quieren qué les diga, me ha gustado que el ganador haya sido uno de éstos: un parado manchego, que parece sentir de corazón las obviedades biempensantes que proclama su texto. No lo tenía fácil: en la convocatoria se decía que tenía que ser un texto "integrador", que no molestase a nadie ni hiriese la sensibilidad de ningún territorio. Los himnos están hechos precisamente para todo lo contrario: para reforzar la identidad de unos respecto a otros y para zaherir a los enemigos. No sé qué enemigos tendrá la España de hoy. En cualquier caso, no parece que la hipercorrecta sensibilidad política imperante tolerase un himno en el que, por ejemplo, declarásemos nuestra voluntad europea de hacer frente a los fanatismos importadosý Mejor así, quizá; porque, en la sociedad globalizada en que vivimos, los himnos de cada cual no sólo resuenan en las festividades patrióticas locales, sino en los foros mediáticos de todo el mundo, donde siempre habrá quien encuentre en ellos algo molesto u ofensivo.

Ahí está, pues, la propuesta de este versificador por el que no parecen haber pasado las vanguardias literarias ni la elegante elusividad de la que hace gala la creación poética reciente. En su texto hay versos aceptables, ajustados a la música de la vieja Marcha Real, y versos a los que les sobran sílabas o les cuadran mal los acentos. Tampoco eso parece un gran inconveniente: la mayoría de los himnos nacionales (no digamos los regionales) están espantosamente escritos. Si los organismos competentes lo aprueban, en fin, quien suscribe lo aceptará con humildad y respeto. Si no, no lo echaré en falta. En uno y otro caso, me alegraré de que no haya habido que derrotar a nadie ni quemar ningún palacio para que los deportistas tengan algo que cantar cuando ganan una medalla.

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