EN la Ciudad de la Justicia de Málaga se está celebrando -con gran regocijo para los medios que se dedican al amarillismo virulento- la vista oral del caso Malaya, en la que se juzgan los comportamientos, presuntamente delictivos, de los más de 90 imputados en el mayor caso de corrupción institucionalizada que se conoce en España y gran parte del extranjero. Dinero y favores que se entrecruzaban en una trama montada durante los mandatos de Jesús Gil, y continuada por sus sucesores Julián Muñoz y Marisol Yagüe. Políticos, empresarios, policías, abogados y funcionarios, todos ellos unidos en el afán común de llevárselo calentito bajo el paraguas protector del Ayuntamiento de Marbella. Desde tiesos de solemnidad, que se sumaron entusiasmados a un latrocinio descarado, de cuyos deslumbrantes resultados hicieron rápida ostentación, simbolizada en los coches de lujo y los relojes de oro, hasta profesionales que pusieron sus conocimientos al servicio de la ilegalidad.

Parece que el gran capo, incluso más que el propio Gil, era Roca, quien fue el que le dio consistencia, y continuidad, a la organización pero que, a diferencia de Don Vito Corleone, no supo resistirse a la tentación de la exhibición de la riqueza y el poder. Por eso ahora, se sitúa, lo sitúan, en primera fila, en este proceso de depuración de culpas y de identificación de culpables. Y es en esa depuración de culpas, que se intenta con este macroproceso, donde está el quid de la cuestión. Porque, sentados en el banquillo son todos los que están, salvo que la Justicia disponga lo contrario, pero es seguro que no están todos los que son.

No nos olvidemos que lo que pasó en Marbella, y extendió sus tentáculos en otros sitios, se pudo hacer gracias a clamorosas mayorías absolutas que, si en principio pudieron ser fruto de la ignorancia y de la herencia envenenada de situaciones políticas anteriores, se consolidaron luego, cuando ya era un clamor lo que estaba ocurriendo en Marbella. La percepción de las dimensiones de esa hidra viscosa, que impregnaba del hedor de la corrupción todo lo que tocaba, era ya el centro de comentarios, unos en voz en baja y otros en voz alta, en los círculos políticos, judiciales, policiales y periodísticos. Todo el mundo sabía lo que pasaba -no queramos engañarnos, por autobenevolencia, a estas alturas-, pero se consentía que siguiera pasando. Fue una mezcla de intereses entrecruzados y cobardías inconfesables los que permitieron que un latrocinio tan manifiesto pudiera prolongarse durante años y años.

Por eso ahora, o cuando sea, la Justicia señalará las penas a los que están siendo juzgados. Pero hay muchísimos más manchados por la culpa Malaya.

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