Las creencias de cada uno son sagradas, tanto como la libertad de expresarlas, pero si a las primeras se les debe un absoluto respeto y no pueden ni deben ser objeto de crítica, la segunda se somete voluntariamente a juicio al hacerse públicamente. Sobre todo si se realiza de manera dramática al estilo de superproducción hollywoodense, como ocurrió el pasado domingo con la erección de una cruz sobre una colina de El Puerto, en un remedo de la famosa foto en la que los marines estadounidenses levantaron su bandera en un alto de la isla japonesa de Iwo Jima. Que por cierto, era una foto falsa.
Y esa es la primera impresión que me produjo la acción de un grupo actuante bajo el amparo de una organización que se llama a sí misma España Cristiana: que se trataba de un acto de conquista, de toma de posesión de un territorio, afirmándolo impositivamente sobre el supuesto derecho que podrían tener las otras, numerosísimas, confesiones que viven en este mundodió.
Esta impresión se refuerza cuando se conoce que la cruz de seis metros de altura lleva una inscripción que reza "Reinaré en España", que sólo podemos considerar como una humorada o como una ilegalidad, ya que la línea de sucesión de la Monarquía española está trazada claramente en la Constitución, y, de no mediar reforma de la Carta Magna, no contempla de momento ningún papel a divinidades ni, por supuesto, a ningún artefacto religioso tenga la altura y el material que tenga. Ya es suficiente para los españoles no poder elegir Rey como para que encima nos toque uno inmortal. Por el número de participantes en la procesión de El Puerto no parece que haya peligro, de momento.
El acompañamiento de la procesión de la cruz por las calles portuenses con numerosas banderas de España, patrimonio legal de todos, es para mí tan incomprensible como coherente para los participantes en la erección, que deben estimar que sólo existe una posible idea de país. Unir la noción de Estado a una sola adscripción religiosa es un peligroso concepto que ya nos ha dado en esta tierra muchos siglos de sufrimiento innecesario para los que no comulgaban.
Las religiones monoteístas tienen el peligro de tender a ser también monopolistas, es decir a ejercer el monopolio de la verdad, y en demasiadas ocasiones a lo largo de la Historia, lo han hecho de manera imperativa. Lo que no deja de ser, se mire como se mire, un contradiós.
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