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Cuando te alejas de Cádiz

A Cádiz se le quiere como a esos amigos que echas de menos incluso mucho antes de que se vayan

A CÁDIZ se le quiere como a esos amigos que echas de menos antes de que se vayan. La cuna de las artes y del ingenio te gana para siempre desde el primer día que celebras la vida con sus vistas al mar y al recorrer sus calles estrechas de balcones imposibles por las que se filtra esa luz tan espectacular. Al bañarte en Santa María y al pasear por la Alameda. Pero mejor que sus puestas de sol y sus castillos y su Caleta de locura y mucho mejor que sus coplas saladas y sus cantes punzantes, mejor aún que Botica y Sagasta, la plaza de las Flores y El Mentidero, mejor que el Oratorio y su mercado único de sabores, sus castillos y sus murallas colosales y su majestuosa Catedral, mejor incluso que su gente más auténtica y generosa, por encima de todo se eleva su espíritu creador y libre, capaz de conquistar el mundo ensanchando las libertades del hombre con leyes universales. Cádiz huye de las etiquetas y no distingue al rico del pobre, como sentenció 'El Gitano Rubio'. Le gusta discutir de política tanto como comer con los dedos en sus templos más democráticos. Hasta la subida de sueldo del último concejal la tiene que aprobar por decreto la selecta clientela con aires de senador romano de El Terraza, El Faro, La Cepa y La Vendimia, El Sur, La Sorpresa, El Anteojo o La Marea, tras un debate intenso en función de la matrícula y la graduación de los vinos. Sus anfitriones son los arquitectos del mejor ambiente y doctores del paladar más exigente. A ver quién es el primero que abandona la reunión cuando caes en sus redes: ¡qué buena gente, no tiene un duro! Sólo en Cádiz te crees que vives más lejos y siempre llegas tarde a casa de lo que te ríes por el camino.

Con un par de buenas escapadas sobran motivos para que Cádiz domine tu ministerio del interior y no puedas sacártela del pensamiento. Cuando te alejes un solo palmo de la de la provincia infinita, de su ambiente y de sus vientos, de sus vinazos y sus tortillitas, antes de la partida, olvidarás sus pecados. Los retrasos del tren se perderán en la memoria. No recordarás ni el suplicio para aparcar y anhelarás la impagable sensación de hundir los pies en su orilla. Será imposible acordarte del camarero que a duras penas se cruzaba con tu mirada porque el sudor sobre los párpados se lo impedía. Sólo querrás volver aunque no te vayas del todo, volver a La Casería y a Bolonia y a esos pueblos serranos tan blancos. A la Isla con su arsenal flamenco y capaz y a ese Puerto que quita el sentío con sus cien palacios. Perderte por La Janda será tu obsesión, y el día que juraste en arameo en el atasco cobarde de Tres Caminos será un recuerdo borroso. Siempre desearás caminar por ese paraíso que se baña en Los Caños, Zahara, Cortadura, Las Redes, la de Regla o Punta Candor. Y soñarás con enfadarte otra vez con Cádiz, como cantaba Camarón, para hacer las paces con su olor a sal y su brisa dándote en la cara al pescar una sola urta más en el espigón. Como es imposible escapar de sus garras, sobran las despedidas.

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