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Rafael Padilla

Tristes y alegres

LA celebración de los Juegos Paralímpicos de Londres, magníficos y emocionantes, me otorga la oportunidad de reflexionar sobre la diferente forma que cada cual tiene de afrontar los problemas que van surgiendo en su vida y sobre la muy dispar capacidad que mostramos a la hora de evaluarlos, sobrellevarlos y, en su caso, superarlos. Siendo absolutamente asombroso que personas con limitaciones tan graves realicen verdaderas hazañas deportivas, aún lo es más el ánimo y la alegría con la que unánimemente se manifiestan. Nos regalan, entiendo, una lección magistral de valentía, de espíritu de lucha y de aceptación fructífera de la realidad. Todos, del oro al último, son auténticos héroes, mujeres y hombres que nos enseñan, con orgullo y honor, cómo siempre cabe jugar -y jugar bien- las cartas que entran, sin perder la sonrisa, sin sucumbir al veneno de la autocompasión, sin adentrarse en el laberinto inútil de los porqués.

Supongo que las circunstancias les hacen campeones de la madurez, sacan de ellos lo mejor que anida en el corazón humano y les convierten en maestros en el difícil arte de mirarse, con serenidad, objetividad y optimismo, en el espejo. Pocos pueden, como ellos, apreciar el valor de lo que todavía tienen; nadie, o casi, les adelanta en el uso talentoso y coherente de una esperanza que saben conservar en las peores tormentas.

En estos tiempos durísimos, cuando nuestro mundo se tambalea, prende el miedo por las cuatro esquinas y se desmoronan nuestras certidumbres, habría que dirigir la vista hacia esa férrea fortaleza de los teóricamente débiles: nada es irremediable excepto la muerte; el milagro de la existencia, tan soberbio como incomprensible, nos reclama la permanente sensatez del agradecimiento. Venga lo que venga, nos hiera lo que nos hiera, a sus historias me remito: no debemos rendirnos nunca, ni adormecernos en el yermo y engañoso regazo de la desdicha. Seguir caminando, buscar incansablemente nuevos horizontes y amaneceres más calmos, es una obligación que deriva de la comprensión cabal del inmenso regalo recibido.

Eso y el pudor. Si no puedes más, si te derrota el desaliento, tu peripecia te resulta insufrible y se posan pájaros negros en tu alma claudicante, fíjate en los otros, analiza las suyas, compara y sitúate en el lugar preciso de la escala. Haz recuento de lo que posees y no insultes con tu tristeza la insondable de tantos morideros.

Pistorius o Cristiano. La cruz o la cara. El indomable que destroza muros o el niñato malcriado de la pupita. Entre ambos extremos transitamos todos. Unos, claro, con la dignidad más o menos intacta; y otros, centros patéticos de universos de pacotilla, olvidándose de la mezquindad de sus quejas, de lo estrafalario de sus lloros, de cuánto dolor les fue ahorrado y de la imperdonable ofensa que, con su enfermiza miopía, infieren a la multitud creciente de los desventurados.

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