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Opinión

José Antonio Vera Luque

Santander es Cádiz

Manolo Santander con el tipo de 'La maldición de la lapa negra'

Manolo Santander con el tipo de 'La maldición de la lapa negra' / Rocío Hernández

Hay un nosequé en cierta gente de aquí que no sólo lo distinguen del resto de ciudadanos de otros lugares, sino incluso también lo distinguen de sus propios vecinos. Y aquellos que no tenemos ese puntito, a pesar de haber nacido de las murallas de Puertas de Tierra para dentro y haber aprendido a nadar en la Caleta, no tenemos otro remedio que situarnos en escalafones inferiores de la jerarquía de este ángel especial. Prueba irrefutable que con él se nace, y que por más batacazos que te des por el verdín de la Laja, o por más que te desolles los nudillos en mostradores o sucedáneos, los galones de gaditanismo que Manolo Santander ha lucido toda su vida en la solapa de su chaqueta, no lo vamos a lucir los demás en la vida.

Gente como el Libi, compañero suyo de fatigas y alegrías, o el propio Antonio Reguera, aún no siendo hijo del arrabal viñero. Herencia de la pillería elegante del Peña y a su vez, de la rotundidad aguardentosa del Masa. Una élite de gaditanos exponentes máximos de esa retranca gaditana, proveniente de un rebujo incesante de ADNs provenientes de Tiro, Génova o vete a saber de dónde. Manolo ha sido un abanderado de ese carácter patrimonio de aquí y de ningún sitio más. Y ya se encuentra beatificado en los altares de la cultura underground viñera y por extensión gaditana. Mi saludo del mediodía por la calle la Rosa, arteria principal y frontera Viña-Balón, me lo correspondía con un “¡Adió!” o con una mojiganga rutinaria que sin decirte nada nuevo, me dejaba mascullando entre dientes un “Que arte carajo”. Porque su camuflada seriedad , confundida por muchos como cierta malaje, era muestra de todo lo contrario: genialidad pura y auténtica.

Ahí va el botón de muestra: Un sábado de hace tres o cuatro veranos, a eso de las diez de la noche, yo andaba ensimismado en un banquito junto al árbol del Mora, con un maletón que contenía el tipo de la chirigota. Esperaba el autobús que me llevaría al quinto pino a cantar. Horas y horas de viaje, y llegar a casa a las tantas es lo que me quedaba por delante. En ese momento, alguien pasó por mi lado y me soltó un maravilloso, serio, y cargante: “LO SIENTO”. Levanté la cabeza. Era Manolo. Siguió andando como si nada, y a mí me dejó descojonado un rato. Maravilloso.

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