Robinson en su isla amarilla

Se refugió para sentir el fútbol a su manera, que era la de buscar la magia y los milagros, el más difícil todavía

Entre todas las formas de ser gaditano, una de las que tiene más mérito es la que eligió Michael Robinson: por un flechazo de amor. Se lo dio Cupido, vestido de amarillo, en la liguilla de la muerte que inventó Manuel Irigoyen en 1987, cuando ampliaron la Primera División. Aquella liguilla la disputaron Cádiz, Osasuna y Racing de Santander. Así consiguió Irigoyen que se salvara el Cádiz, que había sido último, y que descendiera el Racing, que fue penúltimo. Robinson vino a Cádiz con Osasuna. Yo recuerdo aquel partido, con un vendaval de levante horroroso, y con David Vidal en el banquillo a su modo. A Michael le llamó la atención lo que se encontró en Carranza, que ya por entonces tenía un ambiente digamos que pintoresco.

Más le sorprendió lo que vio después, cuando se retiró. Aquellos años noventa y principios del siglo XXI, cuando el Cádiz iba dando tumbos hasta terminar en Segunda B. Al empezar a trabajar en Canal + y la cadena SER como comentarista, Michael Robinson pasó del enamoramiento al matrimonio con el Cádiz CF. Con un interés antropológico, que se plasmó en aquella inolvidable escena de la preferencia de Carranza desierta, con los irreductibles que seguían e imitaban al juez de línea. Se puede decir que Michael Robinson, junto a Miguel Cuesta (que lo atrajo al redil amarillo), han sido los mejores relaciones públicas que ha tenido este club. La difusión y el toque quijotesco que le dio Robinson a todo lo relacionado con el Cádiz, lo afianzó como uno de los clubes más queridos de España. Y de los más odiados también, por los envidiosos.

En este Diario se ha recordado que Michael fue consejero del Cádiz en los tiempos de Antonio Muñoz, y rey Baltasar en los Reyes Magos de 1999. Se emocionó con el ascenso a Segunda en el campo del Universidad de Las Palmas (que tuvo su pequeña historia), y por supuesto cuando el Cádiz volvió a Primera en Chapín, en 2005.

Teófila le dedicó la escuela de fútbol y Kichi lo nombró Hijo Adoptivo. Sus tres amores deportivos eran el Liverpool, el Osasuna (los clubes donde jugó) y el Cádiz (donde nunca jugó, pero le llegó al corazón). Porque el Cádiz CF fue la isla de Robinson, donde se refugió para sentir el fútbol a su manera, que era la de buscar la magia y los milagros, el más difícil todavía, lo que no podía ser y además era imposible, el sueño cumplido.

Ha muerto por culpa de un cáncer en tiempos del coronavirus. Quizá con la pena de que ahora no se juega al fútbol. Pero se quedará su recuerdo; por haber amado al Cádiz sin ningún motivo, por un flechazo.

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