La firma invitada

Abel B. / Veiga Copo

Repensar la política

SE habla de regeneración de un tiempo hacia acá. Tiempo de silencios, tiempos de aflicción. De vacíos y ausencias, de irresponsabilidades. Demasiadas medianías, superficialidades. El poder es el poder, incluso el político es una mera marioneta aunque consciente rehén de otros poderes, los económicos, industriales.

No es nuevo, siempre ha sido así. Lo acabamos de volver a ver a propósito de los cables diplomáticos de Estados Unidos. Éste es y sigue siendo el país indispensable, pero moralmente su actitud, sus intereses, sus formas de actuar no son las que cabían esperar de alguien que blasona ser la cuna de la democracia, los valores y las libertades.

Otros países hacen exactamente lo mismo. No importan los ciudadanos, menos los de otros países o estados en los que se interviene política, económica y socialmente alimentando polvorines de inestabilidad, de exclusión, cuando no de vana involución. América Latina y África saben mucho de estas injerencias. Nunca extrañas. Son las máscaras de la política, del poder. Son en suma los intereses de una diplomacia cínica y mendaz, tal vez de una insensible e inmutable diplomacia de intereses.

Sí, máscaras políticas en la gran mascarada en que se ha convertido esta silente sociedad. Máscaras políticas, éticas, sociales, personales. Todo se ha devaluado de modo casi imperceptible. Las ideas, los valores y los principios morales y éticos, huérfanos de nosotros mismos, de políticos y de liderazgos, de autocrítica, incluso de intelectuales, la sensación de soledad, de deriva manipuladora, de incoherencia irracional e interesada es más grande que nunca.

No hay liderazgo, sólo mediocridad encubierta de mentiras y manipulación, tanto a nivel internacional, como nacional y regional. Los partidos políticos carecen de la fuerza y el liderazgo que alguna vez tuvieron. No hay mesura, respeto ni prudencia. Falta energía, capacidad de ilusionar a una sociedad desmoralizada, descreída de sí misma y de todo.

Una sociedad egoísta y hedonista, atravesada por rejones de indiferencia, de recio individualismo, de desgana. La corrupción ha posado sus larvas mordientes y lacerantes. Aquí, en este yermo de vaguedades no pasa nada, nunca pasa nada. Tampoco hay apasionamiento, sino profesionalidad, simplemente profesionales de la política, lejanos de la realidad social, del sentir popular de la gente sencilla.

Son víctimas de su propio éxito, de su propia soberbia vanidosa y absorbente. Es la sociedad postmoderna sin ideologías ni principios, o el hombre masa que se desvertebra asimismo. Y el espejo no es sino el mismo reflejo de la política en la sociedad indolente, pasiva, líquida y a la vez vaporosa de valores. Es el triunfo de la corrupción, del despotismo de los intereses, de la utilización de lo público, la política, de las sociedades indolentes.

Demasiada hojarasca, tal vez, cierta necedad. Nos perdemos en lo superfluo, en lo insignificante y dejamos, recte, dejan, pasar lo verdaderamente importante con donaire y desmesura.

La política es así, enfangada en la cotidianidad de la nada y el interés electoral. Este país sigue dormido en su impenitente siesta, desmadejado y huidizo. Quebrada la memoria, huida la responsabilidad y el sentido de Estado, ya todo es posible. Las normas valen hasta que dejan de valer, es la única interpretación en este estío de incomprensiones, de veleidades y ambigüedades deliberadas.

Tiempo de aflicción, pero no de reflexión serena, seria y audaz. La audacia que hace falta en tiempos de incertidumbres, de relatividades varias, de vacío mordaz y contumaz.

Alguien dijo una vez que la política es algo demasiado serio para dejársela sólo a los políticos. Tal vez tuviera razón, sin duda si enfrente hubiere una sociedad civil que no claudicase de sí misma una y otra vez. Una sociedad inerme, inerte, pasiva, indolente, tal vez jocosa de sí y de todo al mismo tiempo.

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