SÚBITAMENTE, como corresponde a los verdaderos desastres, se me vino abajo el lado derecho de la cara. Por esa razón -y por otras en las que no entraré- no pude cumplir con mi cita semanal el primer domingo del año. Los médicos la llaman parálisis de Bell, un trastorno del nervio facial que aporta a tu imagen un toque cubista, una extraña asimetría, inquietante y perturbadora. El tal Bell, un escocés que vivió en los siglos XVIII y XIX, anatomista, cirujano, fisiólogo y teólogo, fue el primero en describir semejante desplome, aunque, eso sí, adjudicándole a la enfermedad el adjetivo de idiopática, que es la fórmula que usan los sabios del cuerpo para decirnos que no tienen ni repajolera idea de por qué pasa lo que nos pasa.

Echándole una pizca de humor, he terminado por concluir que mi rostro es el mejor editorial que se ha escrito sobre el fracaso del PP en las últimas elecciones: compartimos síntomas, incapacidades y hasta incógnitas. La permanente apertura de mi ojo diestro, que lagrimea sin consuelo, expresa mejor que nada el duro castigo al incalificable empeño suyo en haberlo mantenido tanto tiempo cerrado, opacado a la podredumbre, insensible a las penurias de una sociedad asfixiada. Mi imposibilidad de articular un discurso inteligible no se aleja mucho de la de los populares, ineptos a la hora de pronunciar determinadas palabras, justamente las que necesitaba un pueblo desconcertado e indignado. El propio quietismo desesperante de mis músculos de ese concreto hemisferio, refleja y resume el de una fuerza política atenazada, aquejada de inmovilismo, dirigida por un discípulo aventajado de la mujer de Lot. Para que luego duden de mi proverbial habilidad de somatizar cuanto me rodea.

Y al cabo, el futuro. Oiga, ¿lo suyo tendrá arreglo? Pues, como lo de los peperos, ya veremos. En teoría es pasajero: en pocas semanas las funciones se irán recuperando, casi todo volverá a su ser y regresarán fortalezas y habilidades. Pero no son descartables secuelas permanentes. Más o menos los mismos miedos que deben andar merodeando por las cabezas pensantes de la calle Génova.

Si la cara es el espejo del alma, la mía está hiperpolitizada, presta a atestiguar, incluso físicamente, los azares de una coyuntura laberíntica y desequilibrada. Ojalá que pronto mi faz y lo que me malicio simboliza evolucionen hacia una aceptable normalidad.

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