La firma invitada

José Antonio Aparicio

Inundaciones y planes de emergencia

Hace escasos días recordábamos en este mismo medio la facilidad con la que el hombre olvida los estragos a los que le somete la naturaleza; e insistiendo en ello, las inundaciones que hemos vivido en la provincia de Cádiz a finales del pasado diciembre son una prueba tan abrumadora que nos invita necesariamente a la reflexión. Se ha vuelto a repetir, casi en todos sus detalles, la situación generada por el temporal en diciembre de 1996, que apenas se adelantó un par de semanas a ésta de 2009. Trece años han transcurrido desde entonces y los resultados siguen siendo, por desgracia, casi los mismos: Jimena, San Roque, Los Barrios, Barbate, Arcos, Jerez...

Se revivieron las crecidas relámpago de numerosos ríos y arroyos de problemática histórica como las del Guadiaro, Hozgarganta, Guadarranque, Palmones, Botafuegos, Barbate, Cachón, Guadalete, Guadalporcún, Álamo y Salado, entre otros, con la peligrosidad especial de los que conforman la cuenca diversificada del sector sur. Y, sin embargo, teniendo en cuenta este precedente tan cercano, ningún municipio afectado por el temporal activó en esta nueva ocasión su Plan de Emergencias Municipal (PEM), no ya en su fase de preemergencia sino ni tan siquiera en su fase de emergencia local. Es como ejemplificaba uno de mis profesores de la universidad: si un avión en vuelo comunica a su torre de control que tiene problemas para aterrizar, ¿no activaría el aeropuerto su plan de emergencia interior antes de ocurrir cualquier eventualidad durante la maniobra?

Del mismo modo, el sistema de Protección Civil se debe poner en marcha desde el momento en que se prevé una situación extraordinaria, potencialmente catastrófica o cuando las consecuencias de una emergencia, advertida o no, sobrepasan la capacidad de respuesta de los recursos de urgencia habituales y suponen un grave riesgo colectivo que requiere de la coordinación y dirección de los distintos servicios públicos. A las leyes me remito. Y por tanto la pregunta es: ¿No lo han sido las riadas de Jerez, Los Barrios o San Roque? ¿No son extraordinarias las pérdidas del sector agrario y ganadero? ¿No son catastróficas las 6.000 toneladas de cítricos, los 1.200 jornales perdidos y los 1,1 millones de euros en que el alcalde Jimena valora el desastre que las lluvias han supuesto para San Martín del Tesorillo? ¿No fue potencialmente catastrófico el que dos buques-tanque varasen por efecto del temporal en las costas de La Línea? ¿Son acaso habituales las trombas marinas tornádicas que afectaron a la Bahía de Cádiz y el litoral gaditano a lo largo del día de nochebuena? ¿Pagarán los seguros ordinarios las cuantiosas pérdidas declaradas en hogares y establecimientos hosteleros e industriales?

España cuenta con un sistema nacional de Protección Civil muy coherente y bien articulado; pero lo único que necesita es que lo hagamos funcionar. Y está claro que los máximos representantes municipales no están contribuyendo a ello al descuidar la prevención, minimizar las consecuencias y resistirse hasta el extremo, como en este caso, a activar los planes de emergencia que les competen. Un ingeniero de presas me dijo una vez, a raíz de los sucesos de 1996, que el coste que supone para un organismo de cuenca proyectar una obra hidráulica que pretenda salvar una urbanización erróneamente edificada en una llanura de inundación es infinitamente más alto que derribar la urbanización y reedificarla en un lugar más seguro. El problema adicional es que el desembolso económico que repercute dicha obra sobre la Administración autonómica o central responsable de la cuenca, lo genera la Administración local al conceder las licencias de construcción o al ignorar la irregularidad que cometen los ciudadanos al construir ilegalmente en suelo rústico no urbanizable, en algunas ocasiones incluso dentro de la zona de policía del dominio público hidráulico.

Como poco será ahora la Administración pública y el Consorcio de Compensación de Seguros los que tendrán que afrontar el reguero de daños que no se han podido evitar por falta de previsión y preparación conducentes a reducir o anular los riesgos, objeto inequívoco de la Protección Civil que ahora ha brillado por su ausencia. Un gasto inútil que tiende a reparar lo que, a la vista de lo sucedido, volverá a ocurrir futuramente si no se es consecuente con la cartografía de riesgos. Muy al contrario de lo que ocurre en Estados Unidos, donde las ayudas estatales y los programas de rehabilitación están supeditados a la existencia y estricta aplicación de los planes de mitigación de riesgos, prerrequisito inexcusable para su concesión (Disaster Mitigation Act, 2000). Es decir, que quien no se prepara, no percibe. Así debería ser si pretendemos hablar de seguridad y economía sostenibles.

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