Monticello
Víctor J. Vázquez
Qué canallada
DE POCO UN TODO
HACE unos días sostuve que, con independencia de lo que los nacionalistas catalanes logren hacer con su independencia, aquí no deberíamos renunciar al legado de una mayoría absoluta de catalanes que a lo largo de la historia han sido y se han sentido españoles y han contribuido decisivamente a nuestra historia común. Hay una anécdota que me es especialmente querida. Ya la conté hace años, pero si los nacionalistas se repiten tanto con lo suyo, ¿por qué no lo voy a hacer yo con lo nuestro, que es mejor? Narra los orígenes de la pasión loca por España del inminente hispanista Arturo Farinelli. La cuenta Eugenio d'Ors, otro catalán que para nosotros se queda:
"Había nacido Farinelli en las riberas de los lagos ticinos. A los veinte años, como su familia se obstinase en hacer de él un ingeniero, abandonó la casa. Llegando a Marsella, tuvo en su puerto un minuto de perplejidad, preguntándose adónde iría. Resolvió la cuestión muy sencillamente: iría adonde el primer barco que partiera. El primer barco que partió llevóle a Barcelona. Después de vivir aquí algún tiempo en pobreza alegre y aventura, cayó el descuidado viajero enfermo de viruelas. Le libró del hospital la generosidad de un caballero barcelonés, padre de un amigacho, acogiéndole a cama y casa, y vela y caldo de pollo, como a un hijo más. Mientras tanto, el padre de Farinelli, que nada sabía de esto, escribía carta tras carta, advirtiendo siempre: 'Mucho cuidado con los españoles. Los más honestos, unos bandidos…'. Por expresa voluntad del enfermo, el longánimo protector abría las cartas. Abría las cartas, leía el contenido, se guardaba la colectiva afrenta. Cuando el mozo fue sanado y fortalecido, el español dirigió al italiano una primera misiva: 'He albergado a su hijo -le decía-, en trance de enfermedad contagiosa. Con los míos le tuve y como mío le cuidé'. Y agregaba, en una magnífica venganza de su patriotismo pinchado: 'He aquí cómo procedemos los españoles'. No hay en esta historia, que tanto honra a un hombre, deshonor para nadie. Incluso en el que aparece en ella como injusto, tiene la injusticia en el fervor del celo paterno noble excusa".
La anécdota honra mucho a un hombre, sí, y a una ciudad, Barcelona, y a un país, España. A mí me honra, como compatriota, y me da además un ejemplo difícil, de hidalguía vieja, casi quijotesca, espléndida, heroica. Y además me permite regodearme en los hechos diferenciales: cómo proceden los españoles catalanes y cómo los catalanistas, que los habrá estupendas personas, supongo, pero que tan ocupados andan siempre en pedir más, más y más dinero, los pobres.
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