Postrimerías
Ignacio F. Garmendia
Un drama
de poco un todo
DE lejos, por nuestras cabezadas de honda preocupación, se diría que hablamos del adelanto de las generales. Qué va: se habla del servicio doméstico. Cuando he comentado que escribiría sobre el tema que ocupa nuestras horas, me han advertido: "Cuidado, que puedes parecer prepotente". ¿Prepotente? Todos los trabajos son dignos: ¿por qué sólo vamos a poder escribir de políticos o de futbolistas, a ver? Pero es que no hay, voy viendo, trabajo más valorado, ponderado, demandado, novelado ni filosofado que éste. En un aparte, un marido me decía al oído: "En la vida del matrimonio, desengáñate, nosotros hemos pasado a un segundo plano".
Dejé hace muchos años de acudir diariamente a la piscina común. Entonces se hablaba mucho de noviazgos zigzagueantes, rotos, fugaces, infelices o platónicos. Vuelvo veinte años después y se está hablando con exactamente los mismos tonos dramáticos de las desventuras con el servicio doméstico.
He recordado de golpe una de las primeras escenas del noviazgo con mi mujer. Ella era tan joven que todavía ahora, quince años más tarde, sigue siendo una muchacha, como quien dice. Me invitaron a una boda y fuimos juntos y nos sentaron en una mesa de matrimonios de mi edad que se pasaron la cena hablando sin solución de continuidad del drama del servicio. Mi novia, según iban pasando las horas y los platos, no daba crédito, y bostezaba con poco disimulo por debajo de la servilleta. Sin embargo, hay que oírnos ahora a los dos, expertos en la materia, no porque llevemos mucho tiempo, sino porque estamos haciendo un cursillo por inmersión.
El mundo actual, con sus mujeres trabajadoras, que son madres y han de conciliar -con delicados equilibrismos- la vida familiar con la profesional, ha creado una demanda mayor y más perentoria de ayuda en casa. Y es tan estrecho el trato entre una parte contratante y la otra, y tan trascendente para nuestros hijos, que es lógico que todo resulte muy complejo.
Yo, que ya no sé cómo acertar, me he tirado a la literatura, que, con la excepción de aquel noviazgo, es lo que más alegrías me ha dado en la vida. Así que me he decantado por una señora rumana, basándome en el hecho de que una de mis lecturas más provechosas de estos últimos meses ha sido Diario de la felicidad de Nicolae Steinhardt, contagiosamente enamorado de su país y del carácter rumano, de los que no deja de cantar excelencias en las 600 páginas de su obra. El libro, busquen ustedes o no servicio, es maravilloso, y si, fiándose de mí, lo leyesen, eso que saldrían ganando de este artículo un tanto particular. Por otra parte, ella se llama Corina, como la musa de Ovidio, nada menos, lo que ha sido, naturalmente, otro argumento a su favor. No sé cómo funcionará este criterio, pero es seguro que peor que los anteriores -mucho más científicos y basados en entrevistas clónicas y en las siempre fabulosas referencias- no.
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