en tránsito

Eduardo Jordá

Constelación Tranströmer

UNA noche de los años 50, en Huelva, el poeta sueco Tomas Tranströmer, que acaba de ganar el Premio Nobel, levantó la vista al cielo y vio un grupo de estrellas que formaban la imagen de un caballo: "Un caballo silencioso, centelleante y negro", un caballo que había arrojado a su jinete y que ahora vagaba libre por el cielo. A aquel grupo de estrellas que nadie había visto, Tranströmer decidió darle el nombre de una constelación: "El Caballo". Y así lo contó en un poema que tituló en español Caprichos. Por entonces, Tranströmer era un joven de veintipocos años que acababa de graduarse en Psicología y que trabajaba en un centro para delincuentes juveniles. No sé por qué, pero me imagino a Tranströmer intentando hacerles ver a los chicos del reformatorio que bastaba con que se pusieran a mirar con intensidad, más allá de los muros, para que vieran un gran caballo que corría por el cielo.

Hace años, en una antología de poesía universal, me encontré tres poemas de un poeta sueco para mí desconocido llamado Tomas Tranströmer. Aún recuerdo que en aquellos poemas había un tren detenido en medio de la nieve, y un coche que derrapaba en una carretera helada, y una frase que subrayé a lápiz hace al menos quince años, Los muelles envejecen más deprisa que los hombres, y que ahora que he visto cómo yo mismo iba envejeciendo, aunque fuese mucho más despacio que los muelles, todavía me parecía mejor que la primera vez que la leí. Luego leí otros poemas de Tranströmer, y me encontré con una poesía empapada de hielo, silencio, barcos e islotes, una poesía que me pareció muy nórdica -y lo digo porque no todos los poetas nórdicos lo parecen-, ya que en ella aparecía una quietud que asocié con la fe luterana, esa fe de iglesias austeras y paredes desnudas y hombres vestidos de negro. Pero lo sorprendente de aquella poesía era que esa misma quietud parecía traspasada por una luz muy carnal, como si la poesía de Tranströmer fuera un paisaje helado iluminado por un enorme arco iris.

Ayer vi unas imágenes de Tomas Tranströmer en su casa, tocando el piano con la mano izquierda, porque hace años sufrió un ictus que le paralizó el lado derecho del cuerpo y además le impidió hablar, y entonces comprendí mejor su poesía. Y de pronto entendí de dónde venía esa extraña luz que iluminaba sus barcos y sus paisajes helados, porque lo que en su poesía parecía luz no era luz, sino música. Ya sé que la poesía de Tranströmer no tiene muchos lectores, pero uno agradece que de vez en cuando un poeta tan bueno como él reciba su recompensa, y el piano, por un momento, suene a dos manos, con todas sus notas. Porque entonces, si levantamos la vista al cielo, vemos una constelación con un caballo que no habíamos visto nunca.

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