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La tribuna

Wangari Maathai

Cambio climático, última llamada

RESULTA evidente que el cambio climático plantea severos riesgos ambientales, económicos y sociales. Pero también presenta un desafío al conjunto del liderazgo mundial como nunca se ha visto antes. ¿Podrán los jefes de gobierno hacerle frente cuando se reúnan en Copenhague en diciembre próximo para negociar un nuevo acuerdo internacional sobre el problema climático? En este sentido, la concesión del Premio Nobel de la Paz al presidente estadounidense, Barack Obama, ofrece esperanza y representa un estímulo. Desde que asumió la Presidencia, Obama ha demostrado buena disposición para utilizar el enorme poder de Estados Unidos para forjar un mundo más pacífico; ha enfatizado la importancia de la cooperación internacional, del compromiso diplomático y del respeto mutuo. Según su visión, todo es posible para quien está decidido a superar obstáculos.

Todos esos principios son esenciales para resolver el desafío climático. Las realidades del cambio climático plantearán exigencias sin precedentes a todos los países, tanto a causa de los millones de refugiados económicos y ambientales que llegarán a las playas de las naciones ricas como del deterioro de los bosques y de los sistemas agrícolas, y de la amenaza de hambrunas masivas entre los pobres. Sabemos que el cambio climático no afectará a todos por igual. Los más pobres, los más viejos, los más jóvenes, las mujeres, los que viven a lo largo de las costas, en regiones áridas y quienes dependen directamente de la tierra para su subsistencia serán quienes sentirán mayormente sus efectos.

Pruebas de los graves efectos del cambio climático llegan a diario, especialmente en regiones ya vulnerables. En mi propio país, Kenia, una prolongada sequía ha provocado que unos 10 millones de personas -casi un tercio de la población- necesiten ayuda alimentaria. Las cosechas están fracasando y el ganado, sin agua o forraje, está muriendo. La vida natural -la columna vertebral de la industria turística de Kenia- está también muriendo por el descenso del caudal de los ríos mientras la falta de agua afecta a las praderas. El hambre y la sed están aumentando la mortalidad entre niños y ancianos.

En países como Guatemala, las lluvias insuficientes y el empobrecimiento de los suelos han devastado las cosechas de maíz y frijoles. Miles de personas sufren ahora una emergencia alimentaria. En otro extremo del mundo, en India y Bangladesh, así como en África Occidental, especialmente en Níger, las lluvias excesivas han originado inundaciones calamitosas que han causado miles de muertos. El problema climático es un reto fundamental para el liderazgo mundial, que reclama dirigentes honestos y de principios, visionarios y prácticos, que transmitan la urgencia de las tareas a emprender y preparen a sus pueblos para afrontar las duras alternativas e inevitables sacrificios que implica poner freno al calentamiento global. Esos dirigentes deben instrumentar políticas efectivas en beneficio de las actuales y las futuras generaciones, no medidas rutinarias o conducentes sólo a ventajas políticas a corto plazo. Este liderazgo debería pedir a sus propios pueblos la misma lealtad, transparencia, equidad y justicia que debe exigirse a sí mismo.

Pero los países industrializados y los países en desarrollo tienen responsabilidades divergentes en relación a la crisis climática. África, por ejemplo, ha contribuido en apenas un 5% a la emisión de gases invernadero que están calentando al planeta. Por lo tanto, las naciones industrializadas tienen la obligación, no sólo de reducir notablemente sus emisiones de gases invernadero, sino asimismo de comprometerse a asistir a las naciones más pobres para que puedan adaptarse a los impactos climáticos y emprender políticas de desarrollo que no sean nocivas para el planeta. Ese es el camino hacia la justicia climática.

También el liderazgo en los países en desarrollo debe enfrentar el desafío; muchos de ellos han pasado por décadas de mal manejo o descuido del ambiente y las actuales políticas gubernamentales siguen siendo ampliamente inadecuadas. Algunos gobiernos han tolerado o incluso facilitado el saqueo de los bosques y selvas, la degradación del suelo e insostenibles prácticas agrícolas. Todo ello ha incrementado la probabilidad de que las lluvias estacionales no sean normales, que la capa fértil del suelo se erosione y que se desertifique la tierra. Estas condiciones llevan al crecimiento de la pobreza e incentivan luchas desesperadas y mortales por los escasos recursos que quedarán.

En un mundo así la paz es esquiva y los recursos que deberían usarse para proteger el ambiente se destinan a hacer frente a los conflictos y a la inseguridad general. Es mucho lo que está en juego como para seguir tolerando maniobras dilatorias o políticas arriesgadas e imprevisoras. Si fracasamos ahora las futuras reuniones cumbres deberán concentrarse en paliar los costos en vidas humanas y de recursos que traerá aparejada la crisis climática. El Premio Nobel de la Paz da a Obama una mayor oportunidad para continuar alentando al mundo hacia la curación de viejas y nuevas heridas y a aprender a coexistir en paz. Cuando acepte el premio el 10 de diciembre, la Conferencia Mundial sobre el clima en Copenhague estará en marcha. Esta es la gran ocasión para que los líderes mundiales demuestren que entienden la naturaleza singular del desafío y que están preparados para encararlo. Ha llegado la hora de las decisiones. El cambio climático no exige nada menos que eso.

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