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La tribuna

Juan A. Carrillo Salcedo

Amenaza a la integración europea

LOS ataques especulativos que la moneda única está sufriendo en la actualidad están poniendo en cuestión no sólo al euro sino también al proceso de integración. Asistimos a un retorno de los nacionalismos, de las soluciones unilaterales. Alemania, por ejemplo, se siente acusada de interesarse ante todo por la estabilidad del euro y de dar la espalda a Europa, cuando la verdad es que pocos estados miembros han hecho más que ella por la integración europea y lo que ocurre es que acaso los alemanes estén cansados de ser quienes pagan siempre la parte más grande de la factura.

En este ambiente de "sálvese quien pueda", de descrédito de la integración y de críticas sistemáticas y exacerbadas a las instituciones comunitarias, de angustia por la situación social de Grecia (que debería preocuparnos más, mucho más, que la situación de la Bolsa y la crisis económica que allí se sufre), ¿qué sentido tiene conmemorar el aniversario de la famosa Declaración del Ministro de Asuntos Exteriores francés Robert Schuman el 9 de mayo de 1950? Sesenta años después, ¿podemos celebrar el Día de Europa?

El proceso de integración europea vive hoy una de las más graves y profundas crisis de su historia y corre el riesgo de quedar paralizado, e incluso el de ser sustituido por una gran zona de libre cambio o, lo que aún sería peor, por los nacionalismos que en la historia europea siempre han sido fuentes de conflictos y de guerras.

Esto, que antes de la crisis financiera y económica que padecemos globalmente parecía impensable, hoy en cambio resulta imaginable.

La fachada y gran parte de lo logrado permanecería, pero con contenidos disminuidos y, como recientemente ha señalado Moisés Naím, en este escenario de menos Europa algunos estados como Alemania, Francia y el Reino Unido seguirían contando y teniendo algún peso político en las relaciones internacionales, pero no Europa, que habría salido de la presente crisis siendo menos de lo que era y mucho menos de lo que podría haber sido.

¿Qué hacer por parte de quienes deseamos más Europa, esto es, por parte de quienes proponemos seguir avanzando y profundizando en el proceso de integración política europea? ¿Añorar el líderazgo político de los padres fundadores que, como Adenauer, Schuman y De Gasperi supieron anteponer la reconciliación entre los europeos y los intereses de Europa a los estrechos y egoístas intereses nacionales? ¿Echar de menos el liderazgo de hombres como Jacques Delors, el antiguo presidente de la Comisión, la institución que en el proceso de integración encarna la supranacionalidad?

Muchos proponen esa vía de solución respecto de los problemas y, desde la añoranza del pasado, instan al descubrimiento de líderes. Pero, aparte de la necesidad de huir de quienes sin fundamento alguno se autoproclaman líderes, éstos no se encuentran en el mercado y no son una mercancia fácil de obtener.

No niego, por supuesto, la necesidad de dirigentes que antepongan los intereses generales a los inmediatos del corto plazo, los intereses de las próximas generaciones a los de las próximas elecciones. Pero creo que antes y más que líderes, necesitamos ciudadanos conscientes de lo que significa la integración europea como espacio político y como sistema de valores superadores de los viejos demonios de los nacionalismos, las guerras, las opresiones, y las injusticias. De ciudadanos, y no meros súbditos consumidores, con la mano siempre dispuesta a recibir sin esfuerzo alguno lo que otros nos den, y nunca preparada para aportar y dar.

Tras la entrada en vigor del Tratado de Lisboa, hay muchos avances que es necesario poner de manifiesto para probar que el proceso de integración no está muerto sino, por el contrario, muy vivo.

El Tratado no es una Constitución y tiene deficiencias innegables, pero hay que reconocer que a partir de él la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, el más completo e importante instrumento jurídico de protección de derechos humanos (tanto civiles y políticos como sociales y económicos), vincula jurídicamente a los estados miembros; que ha aumentado considerablemente el número de materias en las que las decisiones se adoptarán por mayoría cualificada y no por unanimidad; que ha aumentado el poder del Parlamento Europeo; que se han creado dos nuevas figuras, el Presidente del Consejo Europeo y el Alto Representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad que convendría no juzgar prematuramente; que se han ampliado los poderes de control de los Parlamentos nacionales; que se ha admitido la iniciativa popular como un cauce de participación ciudadana, desde el momento en que un millón de firmas obliga a que la Comisión tenga que pronunciarse, etcétera.

Y, sobre todo, han quedado claramente definidos los valores sobre los que se apoya el proceso de integración europea y los objetivos comunes que se persiguen. Entre los valores, la dignidad de todo ser humano, la libertad, la democracia, la igualdad, el imperio de la ley, y los derechos fundamentales de toda persona; entre los objetivos, la paz, el bienestar, el desarrollo sostenible, el progreso científico y técnico, la justicia y la protección social, la cohesión económica, social y territorial, la diversidad cultural y lingüística, etcétera. Todo esto es lo que conmemoramos el 9 de mayo.

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