Tal y como temía, pasó septiembre, que iba a ser algo así como el principio y fin de algunas cosas, y esas cosas permanecen igual. Por ejemplo, podría haber sido el principio de la vida efectiva y gloriosa del tranvía, pero de momento habrá que esperar, dicen que no mucho, y el convoy continúa con sus asombrosos paseos vacuos por la calle Real, hacia ningún sitio, lo que por otra parte hacen muchos isleños cada día. Ahí no podemos decir que le haya faltado integración en el paisaje. Da la impresión de que, en cualquier momento, el conductor va a parar la máquina y bajarse a tomar un café en El 44, por ejemplo, y más adelante hacer otro alto para comprar un cupón o quién sabe si aprovechará para enviar algún certificado en Correos.

Creía yo también (aunque no lo esperaba) que a la vuelta de mi mes de tomar las aguas del Egeo la obra de la plaza del Rey habría llegado a su fin. Deseaba que la culminación de cuatro semanas de compartir atardeceres en Astipalea, deslizarme por la tranquilidad divina de Donousa, revivir escenas cinematográficas en Skopelos, pasmarme ante el fluir de las aguas grecorromanas recuperadas en las alturas imposibles de la gran fuente de Sagalassos, casi hincar la rodilla ante el esplendor intacto del teatro de Aspendos… Deseaba después de recorrer estas maravillas tan narrables que el regreso a mi pueblo hubiera sido un simple paseo por la emblemática plaza isleña, sobre un pavimento nuevo, con unos surtidores flamantes y un futuro por escribir. Dicen que las cosas que se esperan largo tiempo saben luego mejor, pero es también cierto que la decepción puede ser mayor, y hay pocas frases más desalentadoras que aquella de ¿tanto tiempo para esto? Queda poco para saberlo. O mucho, yo qué sé.

Lo que no faltará a su cita, seguro, es Halloween, uno de los santos (bueno, no es la palabra más adecuada) y señas de este gobierno municipal empeñado en asustarnos como a niños. Espero con ansia esos estremecimientos infantiles.