Un mundo sin luz

Balas de plata

05 de mayo 2025 - 06:00

El apagón duró desde las 12.30 del mediodía hasta las 3.30 horas de la madrugada en que la luz de mi dormitorio, que había dejado previamente encendida para saber cuándo volvería, deslumbró a las luciérnagas. Sé la hora porque el zumbido que impulsó la energía a los electrodomésticos me descubrió en el baño, en uno de esos dos o tres peregrinajes nocturnos a los que la edad me obliga.

Al principio pensamos que sería el típico problema de un transformador caído, algo usual. Pero luego supimos que la luz se había ido también en poblaciones limítrofes y en otras más que alejadas. Cuando nos dijeron que el suministro se había perdido en toda España, en Portugal y en partes de Francia nos temimos lo peor, que no es sino un ciberataque o algo de ese estilo porque ¿quién iba a querer paralizar dos países un lunes, casi sin tiempo para haber leído mi artículo sobre los días del libro?

Como no podíamos trabajar, unos se pusieron a montar unas sillas que acababan de llegar y otros a guardar documentación en cada expediente. Yo mantenía señal en mi móvil, otros no. A las nueve de la noche se fue también. Teníamos radio y teníamos pilas y teníamos velas y teníamos mechero. Éramos John Rambo dispuesto a destrozar el Vietcong. Cenamos tortillas francesas recién hechas en un infernillo de gas que me habían regalado por mi cumpleaños y nos dispusimos a escuchar la radio mientras la luz del atardecer se apergaminaba.

Les pregunté a mis hijos si era la primera vez que escuchaban un informativo radiofónico. Dijeron que no, al contrario que el de un amigo que le mostró a su padre su sorpresa con eso que sonaba y que llamaban 'Onda cero'. Estábamos en el mundo sin luz, eso que Sorogoyen nos mostró hace tres años en la formidable miniserie Apagón; la civilización moderna se evanescía ante nuestros ojos, otorgándonos el medievo. Mi esposa estaba intranquila, recordaba aún los padecimientos de cuando nos confinaron (ilegalmente), y no pegó ojo en toda la noche. Yo, a ratos.

Al día siguiente, el mundo pareció desperezarse con calma, casi con miedo a que alguien volviera a robarle el fuego a un griego de nombre antiguo. Como me levanto dos o tres veces cada noche a orinar sabía ya que nadie reconocería sus culpas porque hacerlo supondría soportar la exigencia de una dimisión, la pérdida de los prolijos ingresos mensuales, las críticas del contrario, la pérdida de votos y por tanto en seguida aparecieron (imbéciles) expertos sin comité que nos decían que tampoco había sido para tanto, el apagón, y que casi que sería bueno tener uno de vez en cuando. Total, será por dinero…

No sabemos aún, siete días después, si la culpa fue de un pico de energía, de las renovables, de las centrales nucleares, de un ciberataque, de Putin o de Trump. Sabemos de quién no será jamás. En realidad, lo único que queremos los españoles es una simple explicación. Y que contenga el menor número posible de mentiras e incertidumbres. Que nos iluminen, que nos alumbren. Que nos cuenten qué ocurrió y nos susurren que jamás volverá a pasar.

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