Análisis

José María García León

Miembro de la Real Academia Hispanoamericana de Ciencias, Artes y Letras

Un diputado de Quito en Cádiz

José Mejía Lequerica fue uno de los promotores de la Constitución de 1812 y el primer artífice del decreto sobre la libertad de imprenta. Combatió duramente a la Inquisición desde el periódico ‘La Abeja’

Retrato de José Mejía Lequerica en el Museo de las Cortes.

Retrato de José Mejía Lequerica en el Museo de las Cortes. / D. C.

El hermanamiento de Cádiz con Quito supone, aparte del estrechamiento de lazos con esta capital y por extensión con un país hermano como Ecuador, una forma más de mutuo reconocimiento entre España e Hispanoamérica. Máxime en una ciudad como la nuestra, que tanta vinculación ha tenido secularmente con América, verdadera ventana no solo de la Península, sino también de Europa hacia Ultramar.

Por si fuera poco, el primer artículo de la Constitución de 1812 rezaba así: “La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”, dejando por bien sentado que la misma igualdad de derechos tenían peninsulares como criollos, hasta el punto de que entre estos últimos hubo en las Cortes de Cádiz un total de 67 diputados, tres de ellos por Filipinas. Es, precisamente, en relación con dicha Constitución donde hemos de situar la sobresaliente figura de un diputado de Quito que jugaría un papel relevante en esos inicios de la historia de nuestro parlamentarismo: José Mejía Lequerica.

Llegada a España. Su elección como diputado

Nacido en Quito en 1777, de gran talento y facilidad para el estudio, en 1788 ingresó en el colegio de San Fernando de aquella ciudad, venida a menos por esos años y muy lejos ya de su antigua opulencia. Tuvo como maestro al librepensador Eugenio de Santa Cruz y Espejo, precursor de la independencia ecuatoriana, de quien recibió una muy buena instrucción filosófica y con cuya hermana acabaría casándose.

Seguidor siempre de las doctrinas más vanguardistas, tras sus estudios en la Universidad de Santo Tomás de Aquino, obtuvo en 1800 una cátedra de Filosofía, aunque el conjunto de reformas que propuso desde su puesto académico le acarrearon un buen número de críticas. Finalmente, tachado de liberal y laico, fue privado de ella y cinco años después se le negó el derecho a inscribirse como abogado, pesando también la ilegitimidad de su nacimiento, aunque curiosamente en el testamento que redactó pocos días antes de morir en Cádiz, aparece como hijo legítimo.

Se interesó por las Ciencias Naturales, especialmente por la Botánica, de la que adquirió sólidos conocimientos. En tal sentido, hemos de situar su relación con la Expedición Botánica de Nueva Granada, cuya iniciativa correspondió a José Celestino Mutis y, como señala Eduardo Estrella, “Mejía aportó a la identificación y descripción de nuevos géneros y especies, estudiando la importancia y utilidad médica de estos vegetales”.

En 1809 llegó a España para estudiar nuestro patrimonio artístico, siendo su mentor el conde de Puñonrostro, que también sería diputado en las Cortes. Luchó contra los franceses en Madrid y en 1810 se le nombró oficial de la Secretaría de Estado. Fue elegido en Cádiz por los treinta y cuatro electores de una lista conjunta con los de Caracas el 22 de septiembre de 1810, jurando y tomando posesión de su cargo el día 24.

Trayectoria parlamentaria

Como diputado, abarcó numerosos campos de actuación, desde la economía a la administración, pasando, incluso, por la diplomacia. Decidido defensor de la igualdad económica, jurídica y política entre americanos y peninsulares, formó parte de la comisión de diez diputados encargada de informar a las provincias americanas del proceso de instalación de las Cortes y se mostró firme partidario del ofrecimiento de Inglaterra para mediar en el conflicto de la Metrópoli con los rebeldes americanos, lo que provocó airadas reacciones en su contra. Fue uno de los primeros en plantear la necesidad de que las Cortes elaboraran una Constitución, leyendo un proyecto de decreto que recordaba mucho el juramento del Juego de la Pelota de la Asamblea Nacional Francesa de 1789, cuando juraron no separarse, sin haber hecho una Constitución.

Intervino, asimismo, en el debate sobre la libertad de imprenta, mostrándose entusiasta partidario de ella y contrario a cualquier tipo de censura. Cuando se planteó el traslado de las Cortes desde la Isla de León a Cádiz y, ante la resistencia de algunos diputados alegando peligro de epidemia, Mejía, que tenía conocimientos de Medicina, negó categóricamente que en Cádiz hubiera fiebre amarilla y abogó, firmemente, por dicho traslado. Perteneció a la comisión de Hacienda, presentando un plan de consolidación de la deuda nacional donde apostaba por la deuda sin interés frente a la que rentaba intereses. En el debate sobre el comercio de esclavos tachó a la esclavitud de contraria al derecho natural.

Aunque se le ha tachado frecuentemente de heterodoxia en materia religiosa, mostró un espíritu tolerante, si bien su confesión de fe católica es muy clara: “No queremos otra que la que felizmente existe, que es la católica, apostólica y romana”. Apodado el Mirabeau americano, fue uno de los diputados doceañistas más vehementes y activos. Dotado de gran ingenio, Stoetzer lo tilda de volteriano y Le Brun nos dice que “sorteaba a Argüelles en las discusiones”, y que éste y su partido “le temían más que todos los liberales juntos”. De él se llegó a decir que, con toda seguridad, hubiera sido el orador más notable de las Cortes si hubiera dedicado mayor atención al estilo de sus discursos.

Considerado como un americanista radical se constituyó como un líder con intervenciones parlamentarias muy frecuentes, pues los liberales lo querían como liberal pero le temían como americano.

Su faceta periodística

Fue un periodista activo e inquieto, siendo muy sonado en Cádiz el escándalo originado por la aparición en el periódico La Triple Alianza de un artículo, que Mejía no tardó en hacerlo suyo, donde se vertían serias dudas sobre la inmortalidad del alma, llegando a calificar la muerte como de un fenómeno necesario en la naturaleza. Duramente recriminado por Fray Joaquín Lorenzo Villanueva, sacerdote y diputado por Valencia, Mejía arremetió enérgicamente contra los censores, a los que calificó de ignorantes, a la vez que insistía en la ortodoxia de sus argumentos.

Publicó junto con Bartolomé José Gallardo, La Abeja, uno de los periódicos más populares del momento, de claro matiz liberal exaltado. Desde sus páginas, combatió duramente la Inquisición y arremetió contra notables personajes de la época que aparecían bajo pseudónimos. Asimismo, propuso que desaparecieran de una vez “esas odiosas expresiones de pueblo bajo, plebe y canalla. Este pueblo bajo, esta plebe, esta canalla es la que libertará a España si se liberta”.

Perteneciente a la comisión para que Lord Wellington mandara las tropas conjuntas peninsulares contra las napoleónicas y, ante la suspicacia de las Cortes de que se hubiera filtrado alguna información reservada dado que se había tratado en sesión secreta, se le acusó de haberlo hecho al periódico La Abeja. No obstante, ante la manifiesta evidencia, Mejía no dudó en reconocerse como el autor de todo ello.

Enfermedad y muerte en Cádiz

En Cádiz, la epidemia, como mal endémico, azotaba la zona de la bahía con cierta periodicidad, acrecentado su peligro por el constante ir y venir de toda clase de barcos que pasaban por su puerto. Durante los años de las Cortes, la epidemia se cernió sobre la ciudad, siendo la de 1813 la que causó mayor alarma y que provocó la muerte de un considerable número de diputados, entre ellos el propio Mejía, que falleció el 24 de octubre de 1813, víctima de la fiebre amarilla.

Sus exequias se celebraron con la asistencia del presidente de las Cortes y los diputados ultramarinos en solemne función cuya misa ofició el diputado por Cádiz Francisco López Cepero. Entre los asistentes figuraban Argüelles, conde de Toreno, Muñoz Torrero...

En principio no se explica bien cómo si ya España prácticamente estaba libre de las tropas francesas y la labor de las Cortes casi estaba concluida, no salieran los diputados a tiempo de la ciudad. La explicación tal vez haya que encontrarla, aparte de en el contumaz empeño de las autoridades sanitarias por no despertar ningún tipo de alarma en la población, en una razón meramente política ante el miedo de los liberales de que las Cortes se ubicaran en un lugar alejado de Cádiz, habida cuenta de los pocos apoyos con que el liberalismo contaba en el resto de la nación.

Durante su estancia en la ciudad se alojó en la calle Ahumada, número 18. Seis meses después de su muerte y con la reacción absolutista de Fernando VII, aparece tachado de liberal en el informe de Gárate, único diputado americano que denunció a sus compañeros de Ultramar. En el citado informe se puede leer que, “habiéndose erigido en jefe de los diputados de América, sus sentimientos democráticos, su conducta equivocada en todo lo que profesaba, y el ardid que él caracterizaba con una malicia refinada”.

Sobre su figura escribieron sus coetáneos y luego sus contemporáneos, coincidiendo todos ellos en su gran cultura, alto nivel intelectual, dotes oratorias y capacidad para liderar de facto el grupo de diputados americanos que ya empezaban a vislumbrar sus territorios como libres e independientes de la soberanía española. Su enterramiento fue obviado y sus restos acabaron en una fosa común.

En Cádiz cuenta con dos lápidas a su memoria, una en la Plaza de San Francisco y otra en la de San Antonio en la casa donde murió, así como un pequeño busto en la Plaza de España, frente a la Diputación. También hay un retrato suyo en el Museo de las Cortes. Por su parte, en Madrid existe una calle con su nombre en el distrito Centro.

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