Escribir sobre él provoca saciedad semántica y hartazgo psicológico. Quizás es mejor hacerlo sobre el silencio en la calle, la distancia impuesta y la privación de libertad inherente al miedo. Tememos traspasar los muros de un presente aplazado y un futuro extraño. Cruzarse con el vecino en el supermercado provoca sensaciones encontradas, y nos sabemos, por primera vez, iguales y humanos ante esta desprotección colectiva que nos sitúa en un escenario surrealista, como en una de esas distopías propias de alguna serie de fantasía o nadando en las neuronas de Buñuel, por ejemplo. La realidad supera con creces la ficción, y más aún cuando las estadísticas nos aplastan cada mañana a la hora del café. Los lugares manidos y comunes ya no son seguros para transitar por ellos. No hay tiempos muertos para despedirse de seres queridos que desaparecen sin más, como desaparece y queda atrás todo lo que nos hacía sentir seguros e inmortales. Ay, esta soberbia grande que cae de rodillas ante un microbio que maneja los hilos y es capaz de arrebatarnos la vida que conocemos, aunque creamos que marcar con sangre de cordero, o etiquetas virtuales los dinteles de nuestra casa puede salvarnos. Aún pensamos en la redención necesaria para poder seguir pagando religiosamente la hipoteca, las letras del coche, aquellos viajes que proyectamos y financiamos. En definitiva, seguimos resistiéndonos a aceptar curas de humildad para aferrarnos a los errores que nos hacen insufribles. Y no, no quiero con este artículo ser pesimista ni abrazar con absoluta vehemencia la catástrofe. Pero lo que se nos exige no es prisa para volver a nuestros hábitos cuanto antes, porque a lo mejor es eso lo que el mundo quiere decirnos a gritos, desde dentro, desde nuestra sangre. Es necesaria a veces la demolición, hacer añicos lo que no sirve y lo que nos destruye. Vaciar las playas, el campo, los montes. Limpiar el mar, el aire. Quitarnos de en medio, confinar nuestras miserias para devolver la cordura al lugar del que venimos, para sanar, para regresar a la pureza. No lo sé. En un poema hace muchos años escribí que a veces la tierra no soporta nuestro peso, y se arranca de raíz los hilos, desordenando los ejes, provocando temblores, destrucción y seísmos. Se purga para poder seguir viviendo, con o sin nosotros. No quiero pensar en el ángel exterminador, ni en plagas bíblicas, maldiciones creadas en laboratorios bélicos ni en conspiraciones paranoicas. Prefiero mirar a mis hijos y llenar su tiempo en casa agradeciendo que tenemos un hogar y tenemos la oportunidad de conocernos y redescubrirnos. Prefiero sonreír sabiendo que los delfines han vuelto a confiar en las costas ante la ausencia de barcos. Se le intuye al planeta una media sonrisa que será completa pronto. Ojalá podamos sonreír al unísono cuando hundamos nuestros pies en la arena o al recuperar los abrazos perdidos estos días. Ojalá asumamos que no volveremos a ser los mismos, porque seremos mejores.

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