Análisis

Tacho Rufino

El amor del calor en un bar

Los servicios tienden a la rutinización para conseguir productividad, pero ese empeño colisiona con el placer de lo personalizado El tabernero siente alivio al ver al cliente entrar frotándose las manos, arrecido

No hay como el calor del amor en un bar, cantaba Gabinete Caligari a finales de los ochenta. Los de la banda de Jorge Urrutia se referían a la amanecida tras una noche de farra que culminaba -o quién sabe- con un desayuno para meter el cuerpo en caja: "Mozo, ponga un trozo de bayonesa y un café, que a la señorita la invita mesié". Hace unos días recordé esa canción cuando tomaba, de andaluzas maneras, una espléndida tostada y uno con leche en un establecimiento genuino del centro de la ciudad. Por suerte o por desgracia, tras haber dormido las horas reglamentarias. Mientras los clientes, con la alta rotación propia de las mañanas, nos reconciliábamos con el arranque de un martes a menos de diez grados, el dueño del sitio me hizo ver cómo el frío marca unas nuevas maneras de ser y estar en esos lugares, "tan gratos para conversar".

El bar en las estaciones de calor -tan largas en el meridión- impone exigencias a los hosteleros, que multiplican su trabajo con pequeñas y diversas tareas: enfriar vasos, o cargarlos una y otra vez con piedras de hielo para los tintos de verano; la gestión del serpentín para acercar la cerveza a cero grados, el cuidado para que la mantequilla no se derrita, y otros alimentos no se echen a perder. El sinvivir de los comentarios sobre la temperatura del local y su aire acondicionado. Las manías de cada uno con el manchado, cortado o infusión con que acompaña la primera comida del día.

En la estación fría en el sur -más corta que la cálida, pero gélida igual-, los clientes se despojan de fijaciones, y comienzan a apreciar el vino tinto y el generoso atemperados. Se desecha, un poco al menos, la rubia alta local de tirador, con espuma según gustos; y helada, ¡o anatema! En estos días más cortos, no son tanto objeto de peticiones pejigueras el pan nuestro cotidiano o el café. Todos son bien recibidos bien calientes, que así mejor se rescaldan en noviembre las manos, sobando el vaso o la taza. Los procesos de consumo se simplifican. Así, el calor del amor en un bar, sea en el desayuno o en el aperitivo, tiene más que ver con la presencia diligente y no poco maternal del camarero, y con la condición de refugio de esos pocos metros cuadrados de barra amable, anaqueles y tostador, en los que se habla menos y con voz más queda en los meses que ahora llegan. El titular del negocio se alegra de ver entrar a parroquianos y forasteros frotándose las manos. Arrecidos; buscando calor, y no peleando contra él, caprichosos.

Todas las empresas tienden a la burocracia, término que acuñó Max Weber. Aunque tiene fama de degeneración organizativa que penaliza al usuario de un servicio público, no es más que el tipo de organización que utiliza las normas y procedimientos con intensidad. Burocracias deben ser los ejércitos y las haciendas públicas, por mera seguridad o por garantía de igualdad de trato. Todas las organizaciones, cuando crecen, tienden -saludable o enfermizamente- a la norma, a la rutina, a la simplificación de sus tareas y procesos, a la búsqueda de la eficiencia, de la productividad. Es el ideal del tabernero. Pero la condición de ese artefacto -"diseño de un conjunto de piezas para conseguir un fin determinado"- no cuadra bien con el continuo devenir de estímulos y respuestas que son propios de la microempresa hostelera, tan nuestra. Sí de las grandes cadenas del ramo -McDonald's, Telepizza, Starbucks, Cien Montaditos-, pero no del pequeño bar o tasca, que apenas tienen un respiro en su artesanal servicio, rutinizado apenas, en la estación del frío, para alivio del camarero. Entre un adocenado servicio de multinacional y otro ad hoc y personalizado hay un mundo. El que hay entre la industria y la artesanía. Entre el frío y el calor.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios