Esa exaltación de la primavera, del color, de la música, de olores, de la flor, de recuerdos, pero también de fervor, oración, religiosidad, pasión, muerte y esperanza. Y toda esta apoteosis tiene en la calle su punto más cimero; en esa mezcla de gente, de nuestra gente, que tan bien exterioriza lo que siente; en esa juventud uniformada y de sentimientos cofrades; y, en medio de todo, tanta cara bonita llena de seriedad y respeto.
Calle expectante, que sisea, cuando el cantaor se arranca, para pedir el respetuoso silencio. A ese primer ¡ay! del saetero, el ruido y el murmullo se rompen, y sólo se oye el cimbreo del palio, sus varales y el tintineo de sus tulipas, la Virgen pasa despacio con ese cariño y mimo de sus cargadores. Sólo queda el tambor, mientras que en el resto de la banda que la acompaña hasta se respira suave y tímidamente para no quebrar el compás. Porque la saeta es también un misterio, misterio que es innato y único en este pueblo andaluz, como un hilo de amor, de sentimiento o de inspiración que se establece entre la imagen de Cristo o de la Virgen y el cantaor.
Una nueva Semana Santa cuyo pregonero ha sido una vez más de esa nuestra escuela de pregoneros isleños -Juan C. Muñoz Rivero-, como es la querida hermandad de los Afligidos. Una cofradía que nos ha marcado para siempre y que nos ayuda a sobrellevar el inmenso y gravoso peso de esta vida tan poco grata a la que pertenecemos.
Semana isleña que lleva sellados en su alma marinera el arte y la labor de su mantilla y peineta, adorno y realce de mujer, que fundidos componen una solemne ceremonia, un añejo rito triunfal, crisol en donde se mezclan todos los aspectos estéticos en una composición delicadamente labrada y cuidada. Estallido de arte en el escenario de la primavera y la Semana Santa como motivo primero, cuyo resultado final es sublime e inenarrable.
Porque la Semana Santa es también ese conjunto de imágenes y recuerdos que se nos van quedando colgados del alma como aquella túnica recién planchada y reluciente pendiendo del marco superior de aquella puerta familiar; de esa madre cuidadosa que, con especial mimo, la trataba y procedía para un efecto final espléndido. O de olores, tan distintos y únicos en esta venerada semana, como esos roscos tan nuestros o de ese azahar como reclamo de la primavera y de la inminente Pasión. Ese olor a incienso tan propio, que distingue la iglesia de donde proceden aquellos titulares que presenciamos. Y tantos otros motivos que conforman esta bendita celebración de la pasión y muerte de Cristo.
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