V ENGO de la calle sofocada, en parte por el precio del melón (ni que fuera a comerme un diamante de sangre) y en parte por el pollo que ha montado mi perra en el colegio electoral. Insistía en su derecho a votar y poco menos que se ha crucificado en la verja del colegio de las Esclavas en protesta por no figurar en el censo. Aquello parecía una performance siniestra de la Fura dels Baus. Tuve que negociar con ella ofreciéndole mi voto en representación del colectivo Yorkshire, que a estas alturas es tan español como el Husky siberiano (no somos racistas más que en el fútbol y otros asuntos de personas). Mi perra tiene sentimiento de clase. Mi hija en cambio pertenece a un colectivo artístico con un proyecto que se llama “el Parlamento de los Organismos” que es muchísimo más inclusivo. Ahora está en Malmö (Suecia) como moderadora de un debate entre arenques: uno de Helsinki y otro de Viena (este, en aceite): hablan de la inteligencia colectiva del “banco” y luego filosofan sobre la forma en que prefieren morir (comidos: ya saben, el Rey león, el ciclo de la vida). Luego hay un cangrejo peludo de Shanghái, especie invasiva que aporta el punto de vista inmigrante. Yo estoy integrada en este colectivo como contra-ejemplo (a la manera de la novela picaresca, que es documento del subdesarrollo). Tengo una raqueta con la que electrocuto mosquitos en la cocina y mi hija me ha grabado y me ha subido a su red. Parece que se han reído mucho. Pero imaginen por un momento que todos los organismos que nos rodean pudiesen votar: los cinamomos y laureles de Indias de la avenida, la wisteria floribunda del parque de los perros, las aguavivas de la playa, los mirlos de aquí y acullá, las lucidas cucarachas rubias, el covid-19, el pozo freático de Doñana. A veces pienso en el error fatal de la evolución, en ese instante surrealista en que un conglomerado de bacterias adquirió conciencia de “self”, o sea de “yo”, y decidió que era el homo sapiens. Y la mulier sapiens. Los putos amos. No sé, estoy releyendo las memorias de Pablo Carbonell (El mundo de la tarántula), objeto de un sesudo TFG que dirijo, y en medio del colapso medioambiental (uff) he entrado en coma cerebral por un ataque de risa floja.

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