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Era un raro, un tifón, un testigo de cargo. El capitán Veneno miraba a los otros bien con languidez o con cara de escrutarles, pero nunca con indiferencia. En realidad, Juan Carlos Aragón Becerra era un mapamundi, con olor a laguna veneta o a Río de la Plata, Liverpool pasado por Isecotel, con su sorbito de ron y su insolencia maldita. Le vi dos veces en mi vida: la última, me invitó a un café a pesar de que yo era el presidente del Falla que no le dio el primer premio por 'Los Peregrinos'.

Como era inabarcable, quienes le sobreviven le recordarán sin duda silencioso en el claustro de profesores, secretamente orgulloso de que sus poemas dialoguen con el catálogo de la editorial Renacimiento o de que sus narraciones escaparan al cliché del carnaval como un simple telón de fondo. Él era un escritor doble, de los que dibujan en negro sobre blanco las emociones del alma o de quienes las escriben sobre el aire para rendirle homenaje a Manuel Machado hasta que sus coplas pasen a ser patrimonio del pueblo: "A mi muerte,/que nadie toque mis cosas,/que se queden como están para cuando vuelva,/como yo las he dejado:/El vino fuera de la nevera,/la cejilla en el último traste,/el teléfono sonando,/el calentador encendido,/el niño en el colegio,/las cartas sin abrir,/el despertador a las siete,/las cuentas a cero,/las persianas hasta arriba./Si me matan sin dolor/quiero el número del asesino,/que alguien me grabe el entierro;/cómprame el tabaco y el diario,/no me esperes despierta,/déjame atún por si vuelvo en los huesos,/y este verso no lo guardes,/que le quiero cambiar el final./Ah,/y baja la basura". He ahí uno de sus poemas, titulado "Testamento".

Pero era también una personalidad múltiple la suya. La que sacudía el twitter como un látigo de siete colas. La que acechaba desde la torre de preferencia de sus artículos, la que mordía a los maestros que le dieron calor y la que se enternecía con el barroco, con Rubén o con Benedetti pero también con perdidos poetas de la calle. Entre el amor y el desamor, cantaba a la mujer con el denuedo del galán y la timidez de Cyrano, pero guardaba para sí una cierta chulería de jugador de futbolín desconfiado que entra en los billares dispuesto a ganarle la partida a los matones del barrio.

Chirigotero y comparsista, tenía Juan Carlos Aragón más alma de pasodoble que de cuplé, aunque lo mismo bordaba una presentación que un estribillo o se dejaba ir con uno de esos extraños popurrits que te agarran el cuello y no te sueltan hasta que te ahogas en aplausos. Y es que su biografía solía colarse en su repertorio, aunque no necesariamente por la alegría de sus hijos -el último, apenas recién nacido-, por el duelo del hermano o por el desamparo del desamor. De su viaje a Uruguay sacó un homenaje a la murga Araca La Cana -cuidado con la policía, significa en lunfardo-, con el soniquete de La Gaditana que se Va y que nos devolvió Catusa desde Montevideo, pero también Jorge Drexler, que ayer recordaba su condición de puente, su genialidad: "Siempre generando novedad, polémica, avance", mientras desde Roma Javier Ruibal elogiaba la calidad de sus letras.

Nunca se rindió a su público, pero su público se rindió a él. Jamás fue complaciente: exploró nuevos idiomas literarios y musicales. Zarandeó el viejo árbol del carnaval y era capaz de meterle el corazón en un puño a un catedrático y a un cani. Gracias, Juan y Estrella, por habérnoslo dado.

La muerte es una playa, ya saben.

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