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El misterio de las casas tomadas

Heap House no se entiende sin las ilustraciones del propio Carey: en la imagen, la Casa de los Cúmulos.. Heap House no se entiende sin las ilustraciones del propio Carey: en la imagen, la Casa de los Cúmulos..

Heap House no se entiende sin las ilustraciones del propio Carey: en la imagen, la Casa de los Cúmulos.. / Edward Carey

Escrito por

· Pilar Vera

Redactora

A lo largo del siglo XIX, las orillas del Támesis veían surgir, con las primeras luces del día, a hombres vestidos con largos y pesados abrigos que se afanaban por buscar entre el fango, armados con largos palos y con una linterna que les colgaba del pecho. Es imposible perpetrar una imagen más propia del steampunk, siendo esta imagen algo real, pues los hurgadores del río eran parte de la amalgama de criaturas que pululaban por el detritus que procuraba una revolución industrial –y una concentración demográfica– a toda pastilla. Recolectores de huesos, traperos, buscadores de materias puras (es decir, de excrementos de perros), dragadores, cazadores de las cloacas, limpiadores de pozos negros... Todos ellos –explicaba Steven Johnson en El mapa fantasma– trataban de buscarse la vida aprovechándose del caos repugnante que era Londres. Sin ellos, y sin su inconsciente labor de reciclaje y tratamiento de residuos, la ciudad se hubiera ahogado en su propia porquería.

Es inevitable pensar que Edward Carey tenía todo esto en mente cuando ideó su Trilogía Tremonger, de la que Blackie Books ha publicado la primera entrega, Los secretos de Heap House. Con una narración estructurada a través de la voz de distintos personajes, Carey nos introduce en el universo de un Londres decimonónico en el que las labores de limpieza no corrieron, digamos, la misma suerte. Heap House es La Casa de los Cúmulos, ya que sobre cúmulos de basura se sostiene; de ellos obtiene (también) su riqueza la familia que la habita, los Iremonger; y bajo ellos temen acabar algún día.

Hasta el subsuelo de Heap House llega un tren que va y viene de Londres cargado de objetos y, a veces, de algún pasajero. Uno de ellos es Lucy Pennant, la huérfana que acude a la gran casa como criada tras haber sucumbido sus padres a la fiebre de los cúmulos:la extraña enfermedad que paraliza a la gente. La chica acepta porque cualquier cosa le parece mejor que “casarse” con su traje de cuero y trabajar como operario en las montañas de basura. Como a todo habitante de Heap House, al llegar le otorgan un objeto personal que la definirá: una caja de cerillas. Precintada.

No es un detalle baladí: el objeto de nacimiento es lo que da sentido a los habitantes de la casa. De todos los Iremonger, el adolescente Clod es uno de los pocos capaces de escuchar hablar a todos estos trastos intrasferibles. No dicen mucho, la verdad: sólo una letanía en la que repiten una ristra de nombres propios.

Con este punto de partida, Edward Carey inicia una historia inquietante en la que viene hablarnos, en definitiva, de fagocitación: de liquidación medioambiental pero, también, de explotación humana. De qué consideramos material fungible –categoría en la que podemos incluir sin mucho miramiento a nuestros semejantes– y de las historias –terribles, demoledoras, nunca inocentes– que pueden llegar a esconder tras de sí las cosas.

También en Blackie Books, y también en torno al tema de las casas tomadas, Daryl Gregory nos lleva a un remoto rincón entre Tennessee y Carolina del Norte para introducirnos en el universo de La reveladora. Gregory escribe dentro del género fantástico y está orgulloso de ello: al fin y al cabo, dice, Shakespeare escribía sobre duendes y brujas y nadie le tosía. La reveladora nos presenta a las mujeres de la familia Birch como gran introducción al gótico sureño –si uno le da al palo, no hay escenario más sugerente que las Smoky Mountains, las Montañas Humeantes de los Apalaches–.

Así, la realidad de Stella Birch –que huyó de su casa de adolescente y ahora se dedica a destilar whisky de contrabando– le sirve a Gregory para dibujar, en primera instancia, un lienzo de origen desestructurado y trauma familiar. Desde aquí, vamos adentrándonos en un ambiente asfixiante, tejido en torno al fanatismo religioso. Las Birch actúan dentro de la comunidad como una suerte de profetas con las que se comunica el Padre, el Dios de la Montaña. Así, de una estampa de desolación familiar pasamos a la atmósfera turbia, el suspense y lo inesperado. Pues hay algo en la cabaña que vio nacer a las Birch que recuerda demasiado a Lovecraft –¿o es todo sugestión?–. Pues hay algo que, como en todas las casas, quizá nos hemos forzado a olvidar, quizá sea mejor que no recordemos, quizá le debamos lo que somos.

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