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  • ‘Herencias del invierno’ y ‘El país de los niños perdidos’ recrean la nostalgia por los mundos que ya no podemos alcanzar

La magia de una infancia remota

Una de las ilustraciones realizadas por Lucie Duboeuf para 'Herencias del Invierno'. Una de las ilustraciones realizadas por Lucie Duboeuf para 'Herencias del Invierno'.

Una de las ilustraciones realizadas por Lucie Duboeuf para 'Herencias del Invierno'. / Lucie Duboeuf

Escrito por

· Pilar Vera

Redactora

RECUERDO el brasero en el pueblo, los diminutos tacos de madera en la estufa de leña. Recuerdo que Sus Majestades reinaban total y absolutamente. Recuerdo al mundo entero quiero dar. Recuerdo las panderetas. Recuerdo los dibujos de Ferrándiz. Recuerdo los guantes cosidos al chaquetón. Los árboles de Navidad tipo paraguas. Las peladillas en todas las bandejas de turrón. Recuerdo los adornos en las calles que eran ristras de bombillas.

Todo eso que hemos dejado tan atrás que parece que existió en una película es lo que recrea Pablo Andrés Escapa en sus Herencias del Invierno. El título es un recopilatorio de los cuentos de corte navideño escritos por el autor leonés, ilustrados por Lucie Duboeuf en una magnífica edición de Páginas de Espuma. En sus historias está presente, desde luego, lo imposible, pero pasado por el tamiz, o bien de lo fantástico –a menudo, a través de la figura de los Reyes Magos–, o bien de la redención personal. Sus Majestades de Oriente son, como decimos, invitados muy principales de estas páginas. Eran ellos, hasta hace no mucho, los totales dadores de la magia, dueños y señores de la fe infantil. Y, como figuras míticas –habremos de estar de acuerdo– resultan mucho más impresionantes. En su afán por dar espacio a todo aquello que se ha visto relegado en las costumbres, o que parece a punto de desvanecerse en el tiempo, Escapa llena sus historias de realidades y símbolos arrinconados por el oropel. Las estrellas ahora casi invisibles en medio de tantas luces, pero con tanto peso en la leyenda, por sí mismas o en forma de cometa. La escarcha impenitente en las ventanas, o la niebla, que te hace dudar siempre de lo que ven los ojos. El buey, con esos cuernos que se transforman en cuna y que llevan al sol entre ellos, porque era el sol lo que se veía, desplazándose de asta a asta, mientras se araba. Campanas que congregan sonidos que ya no están. Todos ellos, relatos unidos por la expectación de lo imposible, emplazada especialmente en la Noche de Reyes, esa cita en la que la magia se convocaba en las postales de antes.

Incluso el estilo, de un corte ampuloso que sería más cargante en otros escenarios, termina adaptándose a esos ambientes de navidades pasadas que el autor presenta.

Al igual que Herencias del Invierno, aunque de forma distinta, El País de los Niños Perdidos viene a convocar a las infancias que hemos dejado atrás. Mientras el primero lo hace desde el olor a picón, Gustavo Martín Garzo escoge, en esta ocasión, el universo de la fantasía. El título que presenta con Siruela recoge la evocación que Barrie realiza en Peter Pan con su Isla de Nunca Jamás que es, entre muchas cosas, el hogar de los Niños Perdidos. De hecho, uno de sus habitantes sigue conservando, como Peter Pan, algo de su naturaleza de pájaro: nada que extrañar, ya que Martín Garzo lo hace hijo de una oca a la que se arrebató su capa de plumas, a la manera de las selkies. Otras leyendas conocidas asoman también en ese mapa de fantasía: el dragón a cuyos lomos vuela el protagonista se llama Puck; los Jóvenes Verdes, por ejemplo, son una extensión de la referencia de los Niños Verdes de Woolpit; aparece también la historia de los príncipes cisne; o Blancanives y la Sirenita, con sendos giros de guión: todos ellos, convocados por el Teatro de las Sombras.

Martín Garzo –que obtuvo el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil en 2004 por Tres cuentos de hadas– se pregunta aquí qué son los Niños Perdidos: en gran medida, los niños desaparecidos que somos todos nosotros, las sombras de nuestro pasado. Son, también sugiere el autor, los niños por nacer; e incluso los amigos invisibles que creamos en la infancia. Un Niño Perdido puede ser asimismo Gabriel, el protagonista, que parece desconectarse de la existencia enfoscado en sus propias ensoñaciones.

No siempre nos separamos –advierte el autor– de ese universo que parece tan alejado de la realidad, pero que está anclado en ella. Aquellos que han probado la sangre de dragón, aunque sea una gota, pueden ver el mundo como lo ven ellos: un lugar donde todo brilla, y es asombroso y nuevo.

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