Cultura

Un espejo donde mirar

Hacer cualquier cosa, por fundamentada que esté, sobre la obra de Pablo Ruiz Picasso es, a estas alturas, algo totalmente innecesario y que puede llegar a convertirse en una absoluta osadía. Tanto se ha realizado, por los más expertos sobre Arte Contemporáneo, en general y sobre Picasso, en particular, que poco, ya, se puede llegar a establecer. Sin embargo, la exposición que nos ocupa se plantea de forma muy diferente y proyecta una intencionalidad que la hace tremendamente atractiva para el espectador y para el que debe escribir de ella.

En primer lugar hay que decir que una muestra como esta indica el camino por donde debe transitar un museo específico como el que se encuentra en el palacio de Buenavista: importantes exposiciones temporales que contextualicen la obra del titular y muestras originales que redunden en el beneficio histórico del personaje. Asuntos que se complican infinitamente en un museo sobre Picasso debido a la trascendencia del personaje y a las innumerables exposiciones que sobre él, sobre su obra, sobre sus influencias, sobre su familia, sobre sus herederos artísticos… ya se han realizado. Por eso, esta exposición Once obras invitadas viene a participarnos la importancia museística que se viene llevando a cabo en el Picasso de Málaga; o lo que es lo mismo un trabajo made in Pepe Lebrero, riguroso, sensato y moderno.

No es que presentar obras que fueron influyentes en la carrera del genio malagueño sea algo totalmente original, pero sí es absolutamente particular el tratamiento expositivo que a la muestra se le ha dado. Se trata de un encuentro felicísimo entre algunas obras de los fondos de la colección permanente y once obras de otros tantos artistas, de épocas, de estilos y de naturalezas estéticas diferentes que se han considerado - el propio Picasso, también, lo llego a testimoniar - como fundamentales en su concepción artística y en su carrera creativa. Once obras que pueden plantearse como espejos donde el artista miró, fuentes de donde bebió y referencias claras para que, después, esa inteligencia artística de Picasso, la mirada más sabia y perspicaz que ha dado el arte, le permitiera adentrarse por sus imprevisibles caminos creativos.

La muestra, como no podía ser de otra forma, se distribuye por once salas del Museo, estableciéndose once diálogos entre obras de Picasso y estas especialísimas piezas invitadas. A saber: Una escultura de la diosa Demeter, realizada en el taller de Fidias, siglo V a. de C., se encuentra con el cuadro Madre y niño, pintado por Picasso en 1921 (sala II); Jupiter y Antíope (1851) de Jean Auguste Dominique Ingres se enfrenta a Susana y los viejos, obra que Picasso realiza un siglo después (sala VIII).

Del padre del realismo, Gustave Courbet, es la obra Retrato de Zelie Courbet (1842), la hermana del artista que ha sido colocada junto al Retrato de mujer con cuello de piel (1922) donde Picasso inmortalizó a su mujer Olga Khokhlova (sala X). Corrida de toros (1865) de Édouard Manet protagoniza el espacio de la sala XI junto a Suerte de varas (1908) del pintor malagueño. Marguerite Degas (1850-1860) es el retrato que Edgard Degas realiza de su hermana y que se presenta en abrumador diálogo estético con La mujer del artista (1923) de Picasso, (sala I). Una pequeña obra, mínima de formato y grandísima de ejecución, Las tres bañistas (1874) de Paul Cezanne, encuentra eco en La Bañista (1971), de Pablo Picasso, (sala VI). Dos grandes narices rotas encontramos en la sala III, El hombre de la nariz rota"(1865) del gran Auguste Rodin, un vaciado en bronce que se enfrenta al Picador de la nariz rota que Picasso pinta en 1903. De Auguste Renoir se escoge un curioso bronce Busto de Coco (1908) que se ofrece junto al magnífico Retrato de Paulo con gorro blanco (1923), (sala IX). Lejos de las legendarias rivalidades que existieron entre él y el malagueño, Henry Matisse comparte con Picasso trascendencia creativa y fortaleza pictórica; de aquel se presenta Odalisca con bombachos rojos (1924) y del español Mujer con los brazos levantados (1936), en la sala V.

Las grandes esculturas de vanguardia se dan la mano en la sala VII; por un lado, la obra invitada es Hombre cactus II (1936) de Julio González y, por otro, el picassiano Jarrón con flores y plato de pasteles (1951); la influencia es fácilmente apreciable. Algo que, también, se hace patente, aunque la obra de Picasso se llevara a cabo cinco años antes, entre El tapete azul (1925) de Juan Gris y Composición de Picasso, (sala IV).

Once ilustres invitados a un juego de imposibles que el anfitrión hace posible para bien de la eternidad artística. Una exposición que se impregna en la memoria y, hasta en el alma.

Museo Picasso Málaga

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios