Pinceles contra el tiempo
En el taller del restaurador Diego de la Rosa
Diego de la Rosa suma más de 35 años conteniendo el devastador paso de los siglos sobre la obra de importantes artistas nacionales
Ha restaurado relevantes piezas para la Catedral, San Antonio y la Santa Cueva
El olor a barniz y disolvente inunda el ambiente del taller del restaurador Diego de la Rosa. En estas estancias de 300 metros del número 20 de la calle Benjumeda, donde el arte se agolpa en cada centímetro de pared y de vitrina, este gaditano lleva más de 35 años luchando, pincel en mano, contra el tiempo.
Sobre el caballete posa ahora un cuadro de un pintor barcelonés “muy bueno”, Eliseo Meifrén, integrante de la escuela paisajista catalana. “Éste es uno de sus paisajes que me ha traído un cliente y es una maravilla. Fíjate cómo estaba y cómo está quedando...”, indica este anticuario, conservador y artista.“Porque para restaurar tienes que saber pintar, ¡claro que sí!”, una pasión que arrastra desde que era bien pequeñito, “que siempre estaba pintando” y que selló formándose en la Escuela de Arte de Cádiz, en la que estudió en la época de Juan Bermúdez y María Pemán y posteriormente con el maestro José Molleja, en Sevilla. De aquellos años de estudiante rememora que fue compañero de pasillos “del magnífico retratista Hernán Cortés”.
Durante el encuentro muestra algunas creaciones de la Escuela,“como este desnudo en el que teníamos que coger apuntes de 15 minutos” –recuerda como si fuera ayer–, junto a otras posteriores “de corte impresionista” inspiradas en la Caleta y en los niños jugando en las piedras en bajamar. Porque Diego de La Rosa es gaditano y caletero confeso, socio del Club Caleta, donde pasa gustosamente su tiempo, “sea verano o invierno, pues si está bueno allí que voy a bañarme y a coger mi piragua”, comenta de su faceta deportista, hacia la que ha desembocado a medida que han pasado los años, hasta el punto de que ahora restaura “cuando me apetece”.
Esto no quita que su trayectoria profesional –ahora ya está más retirado– la ha dedicado íntegra a esta pasión. Una carrera que ya arrancó a mediados de los 80 apuntando muy alto, con trabajos de restauración para la Catedral de Cádiz, la iglesia de San Antonio y la Santa Cueva, que es la vertiente que más le gusta a Diego,“la pintura religiosa que, además, es la que más me ha llegado al taller”. De aquellas intervenciones guarda, como si fuera un tesoro, los álbumes con fotos de todo el proceso, de principio a fin, incluidos los recortes de prensa, donde se aprecia el gran dominio técnico con el que este restaurador perpetúa el valor artístico de los objetos centenarios.
Lo hizo con una pintura de unos tres metros de alto por 1,80 de ancho de un San Basilio de Juan José de Urmeneta datada del año 1839 y otra de la Virgen del Rosario que estaba en muy mal estado y que luego se sirvió como imagen del cartel de las fiestas de la patrona en 1990. Ambas eran para la Catedral de Cádiz, por encargo del padre Antón Soler. Para la seo gaditana también recuperó una Inmaculada murillesca que es una copia del siglo XIX y una Virgen madre con el Niño, casi coetánea.
También restauró una hermosa Virgen de Guadalupe para la Santa Cueva,“que estaba francamente mal como apunta el testigo que siempre dejo” y una serie de ángeles y arcángeles que adornan los pilares de la nave central de San Antonio. Una colección que la integra “el Ángel de la Guarda, San Miguel, San Rafael y San Gabriel”. A esta misma iglesia pertenece el lienzo dedicado a la Santísima Trinidad, la representación de una Oración en el Huerto y varias pinturas de beato Diego de Cádiz. De este fraile capuchino guarda celosamente una talla que está entre sus favoritas. “No me desprendería de ella por nada del mundo pues desde que la tengo me ha traído mucha suerte. Incluso han intentado comprarla, pero ésta es para mí”.
Son quizás los trabajos de los que se siente más orgulloso, aparte de alguna actuación puntual sobre piezas de grandes artistas como Felipe Abarzuza, el afamado pintor, fresquista y restaurador gaditano, del que tiene un par de obras de sus bellas mujeres. Es de sus pintores favoritos, precisamente, cuya pintura también ha devuelto al punto de partida, como a la de Ruiz Luna, la del gaditano Federico Godoy Castro, del jerezano Sánchez Barbudo “que es muy bueno”, así como a la de José Montenegro,“por citarte algunos, pues son unos cuantos más”. Pero de entre todos, se detiene en el desaparecido Manuel López Gil, su amigo y colega de oficio, al que considera “el mejor restaurador de España, que trabajó en obra de Murillo, Zurbarán, Goya y la obra gaditana del Greco de la capilla Hospital de Mujeres”. De él heredó nada menos que su caballete y otros útiles de trabajo, pues “sus hijos me llamaron cuando murió su padre para que fuera a recogerlo”.
Una pieza con solera sobre la que siguen descansando las telas despigmentadas, corroídas, destruidas por insectos xilófagos que vuelven a la vida tras pasar por sus manos modestas y calladas, pues Diego de la Rosa es de esas personas que trabajan sin hacer más ruido que el puro hecho de ennoblecer el arte.
Así se percibe en cada palmo de su tienda-taller de Benjumeda, a la que se mudó hace ya más de 35 años, “pues antes tenía mi estudio en una torre mirador por la calle de la Torre”. Un espacio dividido en varias estancias, al final de las cuáles se encuentra el punto neurálgico de su trabajo, el verdadero taller. Por aquí han pasado muchas obras de importantes colecciones privadas, así como otras pertenecientes al patrimonio eclesiástico, del que todavía queda mucho por recuperar, pero del que también se ha recuperado bastante “gracias al interés de algunos párrocos e incluso mecenas que donaban dinero para recuperar piezas de estas iglesias”. Se refiere por ejemplo a su amigo Rafael Palomino Blázquez, “un amante del arte, que aportó mucho para restaurar obra en San Antonio”.
Ahora los tiempos son otros, sigue recibiendo clientes, muchos de fuera, “pero a la gente joven ya no le gustan las obras antiguas, se puede decir que mi clientela es mayor de 55 años”, “y es más –añade–, el que vende lo hace porque ya no sabe donde meter más cuadros, no porque quiera desprenderse de ellos”.
Él mismo compila muchísimos cuadros, perfectamente documentados y etiquetados en su particular inventario. El orden es fundamental en la casa de Diego de la Rosa, “pues sé exactamente cuánto me costó una obra y por cuánto se vende”.
Una ingente cantidad de arte que ha acariciado entre pinceles y que es el mero resumen de toda una vida, de una profesión que es su pasión, sino alrevés. Un oficio que no ha perpetuado ninguno de sus dos hijos, “que siguieron otros caminos, pues Diego es economista y María José profesora”, narra, pero que sigue prolongando por puro amor al arte.
Las tertulias en torno al arte en el taller de Diego de la Rosa
Hay un momentito, de esos que nunca se olvidan, que Diego de la Rosa rememora con mucho cariño. Se trata de las tertulias que se formaban casi espontáneamente en su taller de la calle Benjumeda, hacia donde acudían casi como a un ritual sus amigos y colegas. Entre ellos recuerda al importante restaurador Manuel López Gil, “que me daba consejos del oficio”, Federico Joly “al que también le apasionaba el arte y las cosas de Cádiz”, como les gustaba a Diego Conte y a Rafael Palomino Blázquez. “Juntos nos poníamos a charlar de arte, de antigüedades, durante un buen rato, comentando éste u otro cuadro, hablando de tal o cual colección...“, rememora con una sonrisa plantada en la cara, “para después terminar tomando una copita en el taller”.
De la mano de algunos de ellos pasaron por su venerado rincón clientes llegados incluso de Madrid, “pues me decían que por la mitad de precio les hacía un trabajo que estaba el doble de bien”. Entre ellos figura la mismísima Duquesa de Alba, de la que mantiene intacta una foto junto a un joven Diego de la Rosa. “Cuando venía por Cádiz se pasaba por el taller con amigos suyos también amantes del arte”. Pues en los corrillos sonaba su nombre como artista, anticuario y magnífico restaurador.
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