libros | doble o nada

Cualquier cosa que sea extraña

Grabado del gabinete de curiosidades de Ferrante Imperato (Nápoles, 1599). Grabado del gabinete de curiosidades de Ferrante Imperato (Nápoles, 1599).

Grabado del gabinete de curiosidades de Ferrante Imperato (Nápoles, 1599). / D.C.

Escrito por

· Pilar Vera

Redactora

En un rincón de Los Ángeles existe, desde 1988, una nave con naturaleza de cajón de sastre bautizada con el nombre de Museo de Tecnología Jurásica. Por lo que describe Lawrence Weschler en su libro, el sitio parece haberse quedado encapsulado en la época de simple (y bendita) fascinación de los tiempos de videoclub y las atracciones de feria con planchas descascarilladas. Lo interesante de ese casi desconocido museo es su afán por rendir culto a los mesmerizantes wunderkammern del Barroco –y por eso, pequeña como es, la pasmosa colección de David Wilson consigue llamar la atención de bastantes entendidos–. Eso de una hormiga de cuya cabeza sale un hongo, ¿es cierto? –bien podría serlo–; pero, ¿y lo de las ondas de un murciélago que atraviesan muros de plomo? El hacedor de las maravillas, un hombre tan pequeño e inclasificable como su colección, invita a los visitantes a experimentar un pellizco de la sensación que animaba a nuestros asombrados antepasados hace varios siglos. Ellos también se preguntaban, por ejemplo, si ese cuerno de unicornio era auténtico; si esa mano era realmente de una sirena o esas escamas, de un dragón; de dónde había salido esa madona hecha de plumas o si tenía crédito ese gorro con cascabeles, que se decía del bufón de Enrique VIII.

En El Gabinete de las Maravillas de Mr. Wilson (Impedimenta), Weschler pasa de la aportación de Wilson a desarrollar el momento de alumbramiento que encarnaron los gabinetes de curiosidades en los siglos XVI y XVII –con una estructura de anotaciones constantes que le dan al mismo libro una carácter de secreter, con numerosos cajones a los que acudir e ir descubriendo–. Pues hubo una época en la historia de occidente en la que todo imposible llegó a parecer posible de repente. El nuevo mundo lo era en una concepción completa, con gentes, costumbres, ciudades y, sobre todo, una naturaleza como nunca habría podido imaginar el europeo del momento, que sellaba con dragones todo lo que no era su esfera conocida: “Un nuevo material maravilloso había empezado a entrar a raudales en un anteriormente localista, conservador, encerrado, subcontinente europeo”, subraya Weschler.

Curiosamente, la época favorita de Lara Maiklem se sitúa en el mismo periodo. En su caso, delimitado a la época isabelina, ya que Maiklem es una “rebuscadora”: una de esas personas que se dedican a rastrear objetos en el fango de las orillas del Támesis. De su afición –ahora bastante acotada por las autoridades competentes, tras años de rapiñamiento feroz– nos habla en Mudlarking (Capitán Swing). A partir de la época Tudor, contaba, “todo empezó a ponerse patas arriba. Junto a la intriga política, florecieron preciosos objetos que estaban por primera vez al alcance de la gente normal”. Comenzaba, en efecto, la Edad Moderna, y con ella, la era de la posesión a cada vez mayor escala. La historia de Londres da para mucho y la peculiaridad de su río, con sus mareas revoltosas, le toma la medida: es posible encontrar, en ciertos puntos, diminutas esquirlas de granate, tipos de imprenta, pipas amontonadas –no todo es tan evocador, asegura la autora: ya van dos cadáveres que Maiklem ha avistado flotando río abajo–.

Más de veinte años deambulando en busca de pedacitos del pasado por el barro londinense han hecho que Maiklem haya ido atesorando en su cobertizo una wunderkammern personal –aunque muchos de sus descubrimientos hayan ido a parar, como está estipulado, al Museo de Londres–. En este caso, el sentido de la maravilla lo proporciona el ser capaz de lanzar un vínculo con el pasado. Maiklem habla de hebillas medievales, de tapones de ánforas romanas, de erizos de mar fosilizados. Para ella, la emoción va en relación, sin embargo, con la cercanía que un determinado objeto haya podido tener con alguno de aquellos anónimos pretéritos que ahora, de repente, nos habla: todo lo que queda de alguien que antes anduvo sobre la tierra es un dedal, una suela de zapato, un guante desparejado. Qué cosas puede seguir contando, qué cosas contaría, si pudiera. Si eso no llama a lo prodigioso, poco más puede hacerlo.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios