Provincia de Cádiz

Los mascones, cuando el monte te da la vida

  • Octogenarios y solteros, cuatro de los diez hermanos alcalaínos Domínguez Sánchez todavía resisten viviendo en el corazón de ‘su’ parque de Los Alcornocales y ajenos a cualquier atisbo de modernidad

El Suzuki de la Consejería de Medio Ambiente frunce el ceño y aprieta los dientes. Delante tiene una cuesta empinada convertida en un peligro después de que la última tromba de agua empapara la arcilla. Sus 10 años de antigüedad y sus 130.000 kilómetros recorridos por caminos y cañadas son un aval. La tracción a las cuatro ruedas y la pericia del agente forestal Juan Manuel Rodríguez hacen el resto. Cuando lo consigue, orgulloso, el Suzuki no sólo deja atrás el obstáculo inesperado, sino también cuatro sonrisas de cuatro hombres felices.

Estamos en el corazón del Parque Natural de Los Alcornocales, entre Alcalá de los Gazules y Jimena, en pleno descenso buscando el puerto de El Membrillo. Allí arriba, en la finca Buenas Noches, las lentejas recién hechas a fuego lento en la chimenea están a punto de reunir un día más alrededor de una mesa desvencijada a cuatro de los hermanos Domínguez Sánchez, los Mascones de toda la vida, que nos han despedido previamente estrechando sus manos arrugadas y frías pero con el saludo más caluroso que existe: “Aquí estamos para servirles”.

Al dejarles en su mundo a uno se le plantea una duda: ¿Quién le ha dado más a quién? ¿Ellos al monte o el monte a ellos? Porque son ya muchos los años que suman estos hermanos cuidando del monte, alimentando al ganado, plantando árboles, pero también disfrutando de tantísima belleza como les rodea.

El apodo, explican, les viene de niños. Los diez hermanos, casi la mitad de ellos ya fallecidos, eran asiduos a las peleas infantiles. Y entre mascá y mascá, su madre les puso el mote.

A la finca Buenas Noches no ha llegado la crisis, pero tampoco la segunda modernización. Es más, la primera, si alguna vez entró, lo haría de puntillas. Uno echa un vistazo al desconchado salón-cocina-almacén-despensa y se queda boquiabierto. ‘El mundo de Juan Lobón made in Cádiz’, ‘El Nombre de la Rosa versión Los Alcornocales’, ‘La máquina del tiempo Alcalá arriba’... pónganle ustedes el título que quieran. Pero los escasos atisbos de modernidad son un calendario grasiento de este año, una caja de Frenadol y un bote de Oraldine. Por el suelo, desperdigado, hay mucho carbón, mucha leña, varios bidones de aceite y una batería que es la encargada de que el sonido de la televisión llegue a la casa. Sí, el sonido, porque lo que es la imagen, eso sería más discutible.

Antonio hace la prueba práctica. Coge un cable de la televisión y lo engancha a la batería. Inesperadamente, un Philips de los años 70 en blanco y negro entra en acción. Uno espera ver a Kiko Ledgard presentando el Un, dos, tres o a Rubén Cano marcándole a Yugoslavia. Pero no. Es Canal Sur la que adquiere protagonismo.

Posiblemente no sepan nada ni de mandos a distancia ni del próximo apagón analógico. Tampoco es que les vaya a preocupar. “No vemos mucho la tele. Si acaso nos gusta ver lo que dice el hombre del tiempo y los cantaores”, explica Antonio, que es de inmediato rectificado por su hermano Curro. “Los cantaores es lo de Se llama copla”, apostilla apoyado en el quicio de la puerta. No son futboleros pero sí taurinos. Y al ser preguntados por sus matadores favoritos se vuelven melancólicos al citar a Curro Romero y a otro torero retirado a quien citan como Hussein de Ubrique.

Que la tele esté enganchada a la batería tiene su explicación. Es la única forma de verla al no haber suministro eléctrico en la casa. Por eso, en la anochecida, recurren al camping gas, y para hacer café y guisar la comida, siempre tendrán la chimenea.

Hoy para almorzar toca lentejas “con una miajita de pan”, matizan satisfechos. El encargado de cocinarlas es Gonzalo, que sólo sabe reírse ante cualquier pregunta de los inesperados visitantes, enseñando sin pudor los dos únicos dientes que le quedan. Es el mayor. Dice que tiene 100 años pero sus hermanos apuntan que son sólo 90. Algo parecido le sucede a Manuel, que muy temprano salió hoy a pasear y que asegura tener 90 años. Otra vez sus hermanos, y el visionado pertinente al DNI, despejan la duda y también le restan una década.

Gonzalo (90 años), Antonio (82), Manuel (80) y Curro (79). Curro es siempre el que se levanta más temprano. Antes del alba ya está fuera, en el campo, mimando a sus vacas retintas. La finca Buenas Noches no es de ellos. Sí lo es un pequeño espacio ubicado más abajo del monte, en la Cañada de Jota, donde otro hermano, Jorge, ya ha recogido las patatas y se dispone a sembrar lechuga. Jorge, que lleva tres días sin ver a sus hermanos porque ya no puede andar tanto y necesita un vehículo que le acerque, sí se casó. Pero sus otro cuatro hermanos no. “Ahora sí echamos en falta a las mujeres”, afirman entre risas.

En Buenas Noches están arrendados. Le cuidan la finca a sus dueños y, a cambio, negocian con sus reses. Ya sólo les quedan las vacas. Antaño, rememoran, tenían gallinas, cabras y cerdos. Y gracias a ello vendían los huevos, los quesos que ellos mismos fabricaban y los productos cárnicos que extraían de las matanzas. Pero se fueron haciendo mayores y ya no estaban para muchos trotes. Por eso no tuvieron otra opción que vender un buen día sus cabras. Bueno, lo de no estar para muchos trotes también es discutible porque pese a su edad parecen cabras montesas subiendo y bajando por laderas pedregosas.

Ahora, junto a las vacas, matan el tiempo cultivando el huerto. “En febrero plantamos las papas y ya no nos faltan el resto del año. Y también sembramos ajos. Ahora toca las habas y hay que estar muy pendientes para que no venga el pulgón”. Quien habla vuelve a ser Antonio, el más parlanchín de los cuatro y también el más aventurero. Narra que siendo joven emigró al País Vasco, trabajando con el carbón y el vidrio en Orozco (Vizcaya) y Llodio (Álava). Cuando el trabajo se acabó regresó a su monte para volver a ser feliz.

Y es también el más aventurero porque es el que baja de vez en cuando a Alcalá para pelarse en la barbería –“aunque me pone nervioso ver tantos coches como hay ya en el pueblo”–, porque una vez tuvo la osadía de ir a la playa y darse un baño “hasta que el agua me dio un latigazo y salí pitando” y porque, también, es el que se atrevió un buen día a comprar un teléfono móvil. “Fue en el Continente de Algeciras”, matiza.

El móvil, que ha venido a sustituir a una antigua emisora de radio con la que se conectaban con el mundo exterior, es fundamental pero no imprescindible. Me explico. Suele estar apagado, salvo cuando alguno de ellos cae enfermo y hay que llamar al médico. Gracias a su funcionamiento intermitente, la batería del móvil aguanta varias semanas, meses incluso. Y cuando se agota, Antonio baja al pueblo y la recarga “en menos de dos horas”.

Pero no sólo el médico les visita. También lo hacen sus familiares “sobre todo los domingos” y Perea, que es quien les suministra los víveres más imprescindibles (azúcar, aceite, leche...) una vez a la semana. Antes le pagaban con trueques de sus productos, pero ahora es su sobrino José Antonio (hijo de una hermana) quien les lleva las cuentas.

Los Mascones no saben nada de política, no les gusta el pescado, no saben conducir y jamás han tenido un maestro que les enseñara a leer o escribir. Y desconocen qué es una lavadora o un cuarto de baño. Pero teniendo un arroyo al lado, tampoco les hace falta. Cada uno lava su ropa en una pila que suele atascarse con más facilidad de la prevista y también suelen bañarse allí, salvo en invierno, cuando la frialdad del agua les obliga a calentarla en el fuego para lavarse “a cachos”. Y sus necesidades van a parar al campo, que nunca desprecia el abono.

El Suzuki de la Consejería de Medio Ambiente ya está en La Peguera, en la antesala de la civilización, y accede a la carretera con una sonrisa de faro a faro. Porque toda cura de humildad siempre es agradecida, y más si proviene de la buena gente del campo.

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