El eterno derecho al descanso le planta cara al ocio nocturno en Cádiz

La contaminación acústica se ha convertido en un grave problema en algunas poblaciones del litoral, donde incluso se están convocando manifestaciones de protesta

Las imágenes de la concentración en El Puerto contra el turismo de borrachera

na mujer sostiene un cartel pidiendo el fin del ruido para poder descansar en una concentración contra el ocio nocturno descontrolado que se organizó en El Puerto
na mujer sostiene un cartel pidiendo el fin del ruido para poder descansar en una concentración contra el ocio nocturno descontrolado que se organizó en El Puerto / Jesús Marín

El verano convierte algunos enclaves del litoral gaditano en una rave permanente que provoca alteraciones nerviosas a quienes la sufren. La contaminación acústica está reconocida por la Organización Mundial de la Salud como uno de los factores ambientales con mayor impacto en la salud mental y física de la población. En España, cualquier sonido que supere los 65 decibelios durante el día o los 55 por la noche se considera nocivo. En El Puerto de Santa María, por ejemplo, los vecinos del centro histórico registraron durante el pasado mes de julio picos de hasta 85 decibelios a las 2:30 de la madrugada, según mediciones realizadas por asociaciones vecinales como La Gaviota o El Vergel.

El caso de El Puerto no es un fenómeno aislado. Con el ruido ocurre algo parecido a lo que pasa con la droga. Si la presión policial aprieta en una localidad, los jóvenes se van con la música a otra parte. Hace años, Conil era el epicentro de la movida juvenil. Cada día miles de personas la invadían. Cuando el Ayuntamiento puso pie en pared, aquel desfase se trasladó a El Palmar. La pedanía vejeriega, que en invierno apenas si cuenta con unos centenares de vecinos, llega a los 10.000 en verano. La economía sumergida y los alquileres ilegales compiten con locales de ocio que intentan encontrar el equilibrio entre el negocio y el derecho al descanso. Pero no es fácil. “Llevo 20 años en El Palmar. Me vine de Jerez buscando tranquilidad pero ahora me temo que voy a tener que vender mi casa y largarme, porque esto no hay quien lo aguante”, comenta un vecino de un carril cercano a todo el cogollo de la marcha playera.

El problema se repite a lo largo de todo el litoral gaditano. Los decibelios escalan a niveles que en invierno parecerían impensables. Terrazas desbordadas, coches con música a todo volumen, locales que estiran los horarios hasta donde les permiten —y a veces un poco más allá— y, sobre todo, un fenómeno que desborda cualquier normativa: el botellón.

Una contaminación invisible

En Tarifa, el Ayuntamiento reconoce que durante los fines de semana del verano es prácticamente imposible controlar todos los puntos calientes. La Policía Local cuenta con tres patrullas nocturnas y quince kilómetros de litoral. Es imposible llegar a todos los avisos. Máxime cuando hay locales de moda que son extremadamente permisivos con los ruidos.

Aunque los bares y chiringuitos son parte del problema, el gran quebradero de cabeza en muchas localidades costeras tiene nombre propio: el botellón. En lugares como El Palmar, donde apenas hay policía permanente y la Guardia Civil patrulla según sus posibilidades, los jóvenes se concentran en la playa, aparcamientos o caminos rurales con neveras, altavoces y bebidas. La escena se extiende hasta bien entrada la madrugada, sin baños, sin recogida de residuos, y con música que rivaliza con la de cualquier festival.

“Aquí no se puede dormir en verano. Desde las nueve de la noche hasta las seis de la mañana hay chavales gritando, coches entrando y saliendo, reguetón a todo trapo. Nadie lo controla. Es tierra de nadie”, afirma Manuel, otro vecino de tercera generación de la zona que ha conocido El Palmar sin ruido. Asegura que ha llamado “más de una docena de veces a la Guardia Civil, pero rara vez vienen. Y si lo hacen, poco más pueden hacer que pedir que bajen el volumen. Cinco minutos después, vuelve a subir”.

Lo mismo ocurre en otras zonas como Valdelagrana (El Puerto), Los Caños, Sancti Petri o Camposoto. En estos enclaves, el modelo turístico ha ido evolucionando hacia un ocio más nocturno, con menos presencia institucional y mayor ocupación descontrolada del espacio público. “El problema no es la juventud ni la fiesta”, dice un hostelero conileño, “el mayor problema es que todo el mundo se lava las manos. Las normas no se aplican”.

El Puerto: una ciudad sin descanso

El caso de El Puerto de Santa María es especialmente complicado este verano. Hay que tener en cuenta que locales que se han puesto de moda entre los jóvenes en la zona de Puerto Sherry hace que lleguen no sólo de la provincia sino de Sevilla, Córdoba, Badajoz y hasta Madrid solo para pasar la tarde.

Con una población flotante que se duplica en verano, las zonas más afectadas por el ruido son el centro histórico, la Ribera del Marisco, Valdelagrana Puerto Sherry y la costa oeste, especialmente Fuentebravía. Aquí, el ruido no proviene solo del botellón, sino de locales que incumplen horarios, música en terrazas, coches con bafles y motos sin control.

“Estamos hartos. La gente orina en los portales, grita por las calles, rompe botellas, pone la música alta. Esto no es pasarlo bien, esto es hacer el cafre”, denuncia un vecino.

Mientras, el Ayuntamiento afirma que ha reforzado la vigilancia, pero reconoce que no cuenta con los medios suficientes. “Los agentes no dan abasto”, admite una fuente municipal. La falta de ordenanzas acústicas adaptadas a la realidad actual y la escasa presencia de controladores medioambientales agrava una situación que, año tras año, se repite.

Un turismo que incomoda

La provincia de Cádiz ha vivido en la última década un auge turístico que ha generado empleo, inversión y visibilidad. Pero también ha provocado tensiones entre visitantes y residentes, especialmente en lugares que no estaban preparados para recibir tal volumen de personas. El modelo turístico está centrado en el volumen, no en la calidad, lamentan técnicos especializados en Medio Ambiente. Esto tiene consecuencias claras: saturación de servicios, deterioro del entorno y pérdida de calidad de vida para quienes residen todo el año.

A eso se suma un marco normativo que a menudo resulta ineficaz. Hay leyes contra la contaminación acústica, pero no hay inspectores ni sanciones ejemplares. Y eso que Consistorio como el de Vejer han aumentado este año las cuantías de las multas a locales que las incumplan. “Pero les sigue compensando más pagar la multa que cerrar antes”, dice otro vecino de El Palmar.

En municipios como Zahara de los Atunes se ha intentado limitar el horario de los chiringuitos, pero muchos se convierten en discotecas informales tras la puesta de sol. Cuando llegan las sombras la música sigue sonando y arrecian las quejas de los vecinos.

Vecinos que resisten, veraneantes que se marchan

La consecuencia más inmediata de esta situación es un éxodo silencioso de familias y visitantes que, cansados del ruido, buscan otros destinos. Es la teoría del globo de agua pero a la inversa. Familias que llevaban décadas eligiendo Cádiz para descansar y que se han rendido ante las hordas bárbaras. En este caso hacen el viaje contrario y se marchan hacia el norte en busca de silencio.

Ante esta situación los vecinos han comenzado a organizarse. En El Palmar se ha creado una plataforma ciudadana bajo el lema Queremos dormir. En Rota, la asociación Vecinos por el silencio ha lanzado una campaña con sonómetros portátiles y vídeos nocturnos que muestran el nivel de ruido. En El Puerto, las protestas frente al Ayuntamiento se repiten cada verano, con pancartas que piden respeto.

Posibles soluciones

¿Qué se puede hacer? Los expertos en la materia coinciden en una particular Santísima Trinidad: voluntad política, recursos materiales y una planificación turística sostenible.

Los vecinos piden más vigilancia: dotar a los municipios costeros de unidades especiales para controlar el ruido y el cumplimiento de licencias. Pero también ordenanzas específicas: actualizar las normativas municipales para contemplar sanciones reales por contaminación acústica;campañas de concienciación: educar a los visitantes sobre el respeto al entorno y al descanso ajeno;control del botellón: limitar el acceso nocturno a ciertas zonas sensibles y dotarlas de presencia policial;y, por último, separar claramente los espacios de fiesta de las zonas residenciales.

“Cádiz no puede convertirse en una Ibiza sin normas. Queremos turismo, claro que sí. Pero también queremos vivir”, dicen desde una de las asociaciones de vecinos portuenses que sufren en sus carnes la batalla de los decibelios.

El silencio, un bien escaso

Porque el silencio, ese bien escaso, se ha convertido casi en un artículo de lujo de la costa gaditana. Dormir con la ventana abierta, escuchar el mar sin competir con el altavoz de un coche, poder leer un libro sin auriculares, no está al alcance de cualquiera. Detalles que antes eran cotidianos y que ahora parecen patrimonio perdido. El litoral de Cádiz tiene derecho a disfrutar de su verano, pero también el deber de proteger a quienes lo habitan. Porque no se trata de elegir entre ocio o descanso. Se trata de equilibrio, respeto y convivencia.

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