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cocina tradicional

  • Mientras los menús se vuelven cada vez más diversos, los platos de siempre se han convertido en una especialidad muy valorada, pero difícil de encontrar

Las guerras de los fogones

Arroz caldoso con carabineros. Arroz caldoso con carabineros.

Arroz caldoso con carabineros. / Julio González

Escrito por

· Pilar Vera

Redactora

De acuerdo, nos gusta el poke hawaiano. Los viernes por la noche cenamos pizza. Comemos burritos que causarían embolias en Mexicali, por no hablar de los espaguetis carbonara. Sabemos lo que son setas shiitake, tenemos relación adictiva con el hummus, los hummus. Todo nos encanta, sí. Pero también nos gustan la tortilla de patatas, las lentejas con chorizo, la morcilla frita. Unos platos, una forma de cocinar que sigue existiendo pero que, cada vez más, vemos cómo retrocede en las cartas ante una invasión de tatakis de atún. Todos distintos y todos tan iguales. Según José Berasaluce, director de Másteñam en la UCA, lo que estamos viviendo es un proceso de “colonización alimentaria”, hasta el punto de que una “comida casera, tal y como la entendemos, es muy difícil de encontrar, cosas como un plato de lentejas, sangre encebollada o una tortillas de sesos”.

Un fenómeno de la globalización que, opina Berasaluce, “está ocurriendo en todos los países”. Los tiempos modernos han dejado caer, en gran medida, la cuchara, y “aquí lo mismo notamos más –apunta José Monforte– porque hemos cultivado durante mucho tiempo la cocina tradicional”. Más allá del cosmopaletismo, Monforte (Cosasdecomé) menciona el fenómeno del marketing, “sin el que no se puede explicar el siglo XXI, las papas fritas con huevo y el potaje de habichuelas nos parecen algo de lo que no presumir, aunque los desayunos estupendos que se venden ahora con un huevo frito y bacon, que la diferencia calórica con la zurrapa no es mucha... Pero eso es tendencia y lo otro es antiquísimo”.

Señala Monforte que, culinariamente, se ha perdido un eslabón: “La transmisión del recetario tradicional se ha roto”. Hasta hace mucho, la mitad de la población se dedicaba al tema de traer el pan y, la otra mitad, a hacerlo. “Afortunadamente –continúa–, ahora ya no es así, pero una de las consecuencias es que las recetas de la familia se han perdido. La técnica de hacer los guisos se ha perdido: no se tiene tiempo de hacer un guiso que te lleve toda la mañana, con lo cual ha ido desapareciendo esa cocina diaria”. Esos recuerdos en sepia asociados a las comidas en casa van a cambiar muchísimo: “Los chavales de ahora recodarán el momento en el que, todos reunidos, comían una hamburguesa, un kebab, un poke”.

Igual que ocurre en el mundo del arte, “la gastronomía también parece pasar de periodos barrocos, complicados, a otros en los que vuelve a la esencia –prosigue–. Y venimos de un tiempo en el que se ha ido al barroquismo, con una cocina muy rebuscada, jugando con la tecnología y que sólo estaba a mano de los grandes artistas, y ahora se está volviendo a la sencillez, a lo que se ha dado en llamar cocina de producto, donde cobra una importancia tremenda el tema de los guisos. Y la gente va a ir al restaurante a comer arqueotapatología, guisos casi desaparecidos que sólo se pueden encontrar en estas reservas que son los restaurantes. Otro ejemplo donde podemos ver esta tendencia son las tiendas de comida tradicional preparada, que están sustituyendo con éxito esta carencia”.

El autor de Cocina Histórica Gaditana, Manuel Ruiz Torres, apunta que la ausencia o no de platos de corte tradicional es una cuestión de 'clase', “porque podemos seguir encontrando cocina popular, de cuchara, en muchos bares, lo que no está es en la cocina mediana y en la alta cocina -indica-. De acuerdo que en la alta cocina es muy difícil que entre por su propia concepción y porque está sometida a la tiranía de las guías. Pero en la que podríamos definir como ‘gama media’, que podría ser aquel en el que puedes comer por 15 o 20 euros y que es lo que buscamos la mayoría cuando decidimos ir a comer fuera con amigos y demás, hay pocos que ofrezcan esa comida tradicional”.

Manuel Ruiz Torres: "Pensar que se buscan cartas estandarizadas es un error"

Pero aún así, señala, en esa franja hay sitios muy interesantes como "La Candela, el Saja River, Ancá Lidia, La Almadraba, La Tabernita o incluso Casa Angelita, aunque tenga los guisos en pizarra y no en carta. Al final, cuando viene alguien de fuera, son los sitios a los que yo los llevo. Parece mentira que nos planteemos hacia el turismo pero no tengamos en cuenta que ese turismo, lo que busca en un sitio, nosotros incluidos, es algo que no puedas encontrar en todas partes. Pensar que se buscan cartas estandarizadas es un error”.

Casa Bigote, en Sanlúcar, es uno de esos ejemplos de éxito a través de la cuchara. Bigote era el apodo del abuelo, que abrió el local para servir manzanilla a los marineros que acudían tras subastar el pescado en la orilla. No fue hasta décadas después que se propuso servir platos “siguiendo la cocina tradicional de los marineros de a bordo, con pescado y marisco de la zona: corvina, atún, pescado de roca y langostino de la Bahía, que ahora mismo está en paro biológico”, apunta su actual propietario, Fernando Hermoso, al que pillamos haciendo el encebollado de atún y a punto de meterse con el pan frito.

Lleva sirviendo décadas a gente de “todos los escalones sociales, familias que vienen desde hace generaciones". Desde los vecinos y habituales "a Felipe VI”. Hoy día, la principal diferencia que Hermoso observa en los clientes que se “entiende mucho más de lo que se está bebiendo y comiendo que hace algunos años”. Dice que sus platos favoritos podrían ser la raya a la naranja agria y los guisos con salsa sobreusa -una muestra más de la ingeniera de la comida de sobras-, dos comidas que tenía en la mesa de pequeño, y que le siguen gustando tanto como cuando era niño.

José Monforte: "La gente va a ir al restaurante a comer arqueotapatología, guisos casi desaparecidos"

A nivel de hostelería, comenta José Manuel desde uno de otro de los establecimientos emblemáticos del palo, Er Beti de El Puerto, “la dificultad de la cocina tradicional es que implica horas de preparación. La carne mechada se lleva dos horas y media en olla, y hora y cuarto en el horno... Hoy día, la cocina va más enfocada a platos menos elaborados y con más presentación”. En Er Beti llevan toda la vida encendiendo fogones a las seis y siete de la mañana. Jamás han pensando en cambiar de línea: como mucho, han introducido pescao frito: “Todos saben qué es Er Beti y a lo que vienen: muchos clientes han venido con sus padres y ahora acuden con sus hijos”. Los gustos generacionales, apunta, se matizan si te has habituado a ver o probar algo desde pequeño: “De hecho, entre todas las cosas, yo pediría una tapa de lengua, porque tiene una textura distinta, sin grasa ni nervio, es carne pura y dura”

“El concepto de guiso se está perdiendo. Nadie está dispuesto a perder tiempo cocinando –coincide José Berasaluce–, y la identidad culinaria termina estando en peligro por una supuesta modernidad, con gastrobares con exceso de crudos. Aunque a la inversa, un exceso de identidad también puede matar a las ciudades, el que sólo sepan hacer una cosa sin dialogar con su entorno. Creo que era Juan Freire el que decía que una ciudad que no acepta la hibridación se convierte en un cadáver exquisitamente conservado. Sería como si en el entorno de Barbate sólo se siguiera haciendo atún en guiso y a la plancha, El que los japoneses se hayan hecho con el 50% del atún, también ha influido gastronómicamente”.

En el bando del cuchareo, Berasaluce menciona lugares como el Labra, donde “aún llegan los proveedores por la mañana y tienes a tres señoras en cocina; o Juan el del Mesón La Cuesta, que lleva 50 años en la calle Sacramento y diariamente te lo ves comprando el pescado en la plaza. Eso es imposible verlo en una ciudad decorado gentrificada para el turismo”. Fuera de esos circuitos marcados, uno puede tomar comida casera, aunque el especialista también advierte de las “mentiras que puede encerrar el menú del día”, que fue una idea “franquista –recuerda– en un intento de control de precios, porque lo mismo te venden comer y sano y barato con productos de quinta gama, y lo que crees que es casero no es más que ensamblaje”. El invento de una cadena de montaje de miles de kilómetros de extensión también ha llegado a la cocina, “con una merma de la calidad y un falso hecho aquí”, añade.

Ruiz Torres habla también de la formación en las Escuelas de Hostelería en las que, “aunque se prueba de todo, se le da protagonismo total a las técnicas modernas, pero no encuentras ninguna asignatura de historia de la cocina, y conociendo lo que se hacía antes tienes muchas claves con las que jugar, y puedes aumentar esa oferta y hacer que se valore. Sin esa información, puedes estar inventando la rueda. Creo que la clave está en pillar una base tradicional, donde la tecnología tiene su sitio y la originalidad también. Cambios que realmente no trastoquen la receta, pero le den presencia”.

Guiso de alubias y atún. Guiso de alubias y atún.

Guiso de alubias y atún. / Julio González

Tortilla de sesos, qué me estás contando. En una misma familia, la abuela puede no probar el sushi ni muerta, los hijos aborrecer la casquería y los nietos no entender una pringue inverosímil como el turrón blando: “Todo esto es memoria –explica José Monforte–. Son cosas que se te graban de pequeño, todo está muy relacionado con lo que viviste y con lo que te gustó o no. El paladar está cambiando y el concepto de sabroso también está cambiando”.

Para Manuel Ruiz Torres, el cambio en el gusto es algo que tiende a ser progresivo, “pero hoy, con la cantidad de información que tenemos, asimilamos cosas mucho más rápido, y no nos parecen tan extraños sabores nuevos y desconocidos. Adoptamos los cambios más rápido pero eso no significa que los abracemos de forma inmediata”. Nuestra generación, probablemente, muera antes de introducir a los insectos como parte habitual de su dieta.

Ruiz Torres pone como ejemplo la cocina deconstruida, que lo mismo empieza con pequeños cambios, “hacer un helado de crema catalana, por ejemplo. Si la revolución se hace con respeto, es más fácil que vayan entrando sabores nuevos, o recuperando sabores que estaban en nuestra memoria y que, por una serie de circunstancias, se abandonaron”. Así, menciona al jengibre, que estuvo en la cocina gaditana hasta principios del siglo XX, pero que era una cosa rarísima para los que leímos a Enid Blyton de niños, y “que ahora vuelve a través de la cocina exótica, o el cilantro, que se asociaba a lo musulmán y se sustituyó por el perejil, menos en algunas zonas muy moriscas, como la Alpujarra o la Sierra de Huelva. O el polen de hinojo, que se sigue usando en la cocina italiana y se olvidó completamente. O la cocina de los ostiones, que tenía un recetario complejísimo... Todas esas recetas se perdieron y, de hecho, hoy día serían imposibles de recuperar porque tenemos una concepción distinta de los sabores”.

Durante la Edad Media y Moderna, uno podía hacer cosas como meter a la carne azúcar o canela. Por conservación, sí, pero también por cuestiones como “la teoría de los cuatro humores, que te decía que todos los platos tenían que tener cuatro sabores. Sólo a partir del XVII se empieza a hablar de que los alimentos sepan a lo que son”. Ruiz Torres habla también del aspecto socializador que suelen tener nuestras comidas: empezando por algo como el comer por raciones y al centro, algo que se hunde en la tradición andalusí y que vemos es propio de culturales meridionales, pero extrañísimo en el norte.

José Berasaluce: "El sabor ha terminado siendo un lujo por el que hay que pagar"

Otro ejemplo de que las cosas pueden ser mucho más antiguas de lo que creemos: el pollo al curry aparece ya en el recetario de Mrs. Beeton, la Simone Ortega inglesa, en 1861. Y otro ejemplo de cómo terminamos asumiendo los recetarios: el tikka masala, que tan exótico e integrado nos parece, fue un aliño inventado por el cocinero de un restaurante en Glasgow para “occidentalizar” sabores exóticos.

En lo que respecta a la educación, o no, de las papilas gustativas, Ruiz Torres señala que, “en el mundo de redes en el que vivimos, dentro de lo bueno está la curiosidad que la cocina puede despertar en generaciones que estaban dormidas. Y que muchas personas mayores estén continuamente abiertas a probar cosas y a cambiar recetas dentro de los márgenes de lo que conocen”.

“Vázquez Montalbán hablaba de la reeducación democrática del paladar –continúa José Berasaluce–. Desde que todos tenemos acceso a todo, vivimos una invasión de otros sabores. Los lineales de las tiendas vuelven a ser un termómetro de esto pero, a la vez, también vemos el nacimiento de pequeños productores corporativas o de huertos urbanos. El sabor ha terminado siendo un lujo por el que hay que pagar: el precio barato es a costa del maltrato a los agricultores y de la producción por debajo de coste, mientras que los llamados productos ecológicos, un 40% más caros, han terminado siendo un producto de élites”. La tesis de Berasaluce pivota sobre la dimensión política de la comida, que al fin y al cabo se traduce en una “cadena larguísima de intereses y estructuras de poder. Lo que comemos, lo que compramos, los impulsos, la ley de oferta y la demanda... Son todos intereses muy complejos. Sentarte a la mesa es, además, un hecho transcendental a la vida, porque no es algo que haga nadie más”.

Tanto Manuel Ruiz Torres como José Berasaluce piensan que, de puertas para adentro, la cocina es un gran bastión: “Quitando las excepciones de las fiestas y demás, el resto del año se sigue haciendo cocina tradicional y popular”, indica el primero. “En casa tendemos a comer de aprovechamiento, guisos, fondos, caldos en general aunque, en ciudades como Cádiz y su entorno –advierte Berasaluce–, se da además un proceso de envejecimiento de la población, con nidos vacíos gastronómicos”.

Aun así, en lo doméstico también se cuelan distintas formas de hacer cocina, y los parámetros de prestigio que suelen terminar, sorpresa, en manos del hombre, “que sólo cocina los domingos una paella o carnes, frente a la mujer que cocina todos los días y siempre buscando el aprovechamiento”, puntualiza Berasaluce. “Y esto se traslada también a la esfera pública –añade Manuel Ruiz Torres–, donde la mayoría de los grandes chefs son hombres y venden una especie de modelo de heroísmo, planteándose hacer su gran obra, a un universo de distancia de la madre que tiene que buscar qué come todos los días toda la familia, haciéndolo de la forma más sana, complaciente y fácil posible. Imagino que a estos grandes cocineros plantear una gran obra con un guiso les resulta un poco bochornoso”.

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