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Jesuitas

  • Tres veteranos de la Compañía de Jesús cuentan en el colegio Safa-San Luis de El Puerto cómo es por dentro la orden a la que pertenece el Papa Francisco

"Todo muy rico, muy bueno y muy abundante", bromean el padre Leonardo Molina, párroco de Torreblanca y escritor de historias de la Compañía de Jesús, y Fernando Marrero, rector durante años del colegio Safa-San Luis de Gonzaga, de El Puerto. El blanco de la chanza es el padre Luis Conde, que acaba de responder a la pregunta de si pasó mucha hambre durante la posguerra y ha contestado con un "lo normal". "No le hagas caso -advierte Fernando-, porque él siempre dice que la comida es rica, buena y abundante incluso antes de haber comido". Porque el Padre Luis, el más veterano de esta reunión que celebramos en las oficinas de la dirección del colegio de El Puerto que acaba de cumplir 150 años de presencia de enseñanza de jesuitas en esta localidad, una institución sin la que es posible entender la historia de la Educación en la provincia, tiene ese carácter bonachón de quien no se queja de nada. Se lo ha enseñado el llevar más de 60 años de su vida dedicado a la orden de los jesuitas, desde que entró de novicio en este mismo lugar en el que nos encontramos en el año 1946.

Los tres han aceptado contar su experiencia, su vínculo vital con unaCompañía que, cuando ellos entraron, contaba con 50 novicios por año sólo en El Puerto, contando con que había noviciados en todas las provincias. Ahora sólo existe un noviciado y en el hogar de los jesuitas, a la espera de que lleguen los jesuitas de Jerez, hay siete habitantes. El Padre Fernando y el Padre Luis son dos de ellos. Ha sido imposible reunir a los siete. "No hay forma, cuando no están en un sitio están en otro", cuenta el director del centro, Lorenzo Rus.

A cambio de ese descenso continuo de vocaciones, que es común a todas las órdenes religiosas, tienen un Papa, que no es poco. El Papa Francisco. "Algo tenía que decir Dios en esto al fin, con toda la persecución que históricamente y en todos los órdenes hemos sufrido los jesuitas", reflexiona Fernando.

"Soy de Granada y entré en la orden por una experiencia muy personal que marcó mi vida y me encaminó por la reflexión espiritual", relata el legendario Padre Luis. Leonardo y Fernando, cuando eran novicios, una década después, fueron alumnos suyos. Luis guarda de ellos algunos trabajos literarios. "Uno de un gato asaltando un pescado en la tienda, ¿recuerdas?" Leonardo algo recuerda y piensa que lo lógico en la época debía ser escribir de comida porque la vida del jesuita era dura, y eso les decían los familiares antes de ingresar: "Ya veréis, vais a tener que barrer las escaleras hacia arriba, me decían", narra Fernando Marrero, canario, por reseñar sólo algunas de las leyendas que se decían en torno a la creación de San Ignacio de Loyola, un militar que diseñó una orden religiosa "siempre lista para la acción".

Por aquellos tiempos, los de la posguerra, en los que, aparentemente, sobraban vocaciones, ser jesuita no era tan sencillo. Había que superar pruebas. La primera era el mes de silencio. Ejercicios espirituales en los que no se podía decir ni una palabra. "Si superabas eso, estabas listo para superarlo todo", menciona Fernando. "Fue maravilloso -añade Luis-, se te aclaran las ideas. Ahora que te has centrado, a estudiar. Primero domínate y luego lánzate". Pero había que superar mucho más. En concreto, una formación completa que se prolongaba a lo largo de cerca de quince años.

"En aquella época muchos aspirantes entraban en la compañía porque, durante la guerra, habían hecho una promesa: si sobrevivían a esa masacre, se dedicarían a Jesús. Pero no todos valían y los propios jesuitas les eximían de su promesa. Algunos tenían tan metida dentro la guerra que se ponían las escobas en el hombro, como si fueran desfilando", apunta Fernando. De algún modo, Leonardo fue llamado a esta vocación por esta vía. Un primo hermano suyo fue asesinado en la Guerra Civil. Desde entonces, siempre tuvo claro que sería jesuita. "Del colegio de El Palo, en Málaga, llegamos a El Puerto lo mejorcito: quiero decir que los mejores estudiantes. Y aquí lo primero que te hacían era machacarte, ponerte en tu lugar. Nos dijeron no valéis nada, tienes que dejarte convencer por Cristo. Lo primero era bajar los humos".

Aquel noviciado en el inmenso edificio antiguo y entonces deteriorado que hoy acoge el colegio era un lugar sumamente austero. Los novicios pasaban la mayor parte del tiempo en celdas con cortinillas. Sus utensilios eran una escupidera, una jarra, una palangana y una mesa. Su contacto con la realidad de aquel tiempo era escasa, sólo el paseo en ternas con las sotanas que les entregaban a los ocho días y, si se exceptuaba el recreo, cualquier conversación entre ellos tenía que ser de latín. "Por supuesto, entre nosotros, aunque fuéramos amigos de toda la vida, el tratamiento tenía que ser de usted".

Y había tentaciones. Los toros. "Justo detrás de la casa está la plaza de toros y se escuchaba a la gente camino de la plaza y luego los olés en el ruedo. Alguno sentía murriña y yo tenía un compañero que se tapaba los oídos para no escuchar la jarana de las tardes de toros. Tampoco podíamos jugar al fútbol, porque nos decían que era un deporte de contactos. Aquí se jugaba al frontón y al balonmano".

Entre las pruebas de ese periodo de novicios se encontraba el enviarles a los pueblos para que sobrevivieran con sus propios medios. Pedían limosna. Comida, nunca dinero. "Te montaban en el tren y te dejaban en una estación. A partir de ahí, durante veinte días tenías que alimentarte con lo que consiguieras. Te presentabas al párroco y él te indicaba qué casas podían tener algo", afirma Fernando. Esa prueba la tuvo que hacer Leandro en un año de dura sequía en la zona de Osuna. "Íbamos con la sotana, el fajín, el sombrero, un paraguas y un bolsón. Claro, con ese calor y esa sequía en Osuna nos decían qué, cura, que va a llover, ¿no? En otro pueblo, donde apenas habíamos conseguido seis huevos y kilo y medio de garbanzos, tras llamar a muchas puertas, nos abrió una mujer y al vernos exclamó: 'Madre mía, cómo está la vida que hasta los jesuitas tienen que pedir". Esa prueba sigue existiendo hoy, pero quizá sea más difícil, ya que los aspirantes a jesuitas van por los pueblos de paisano buscando algún trabajo con el que subsistir. Y hay poco trabajo.

Después siguieron largos años de estudio de filosofía, magisterio y teología y el cambio de destinos. La separación de los viejos compañeros. Luis Conde tuvo una vida muy activa con funciones muy distintas, como casi todos ellos, predicando en pueblos donde a veces llenaban las iglesias, otras veces los campos de fútbol y otras veces no encontraban un auditorio de más de dos personas. "Monseñor Amigo -dice Leonardo- aseguraba que los jesuitas somos todoterrenos, hacemos de todo".

Luis Conde recuerda con cariño su paso por Radio Ecca, en Montilla, una forma de alfabetización a través de la radio puesta en marcha por los jesuitas. "Tú haz lo que te diga el aparato", le decían los párrocos a los niños. "Por las noches acompañaba al técnico para ver si funcionaban las señales y recuerdo un cortijillo apartado donde se alumbraban con candiles porque no había luz eléctrica y vimos, a través de las ventansas, a los niños con sus lapiceros y escuchando en el transistor radio ECCA. Me emocionó".

El Padre Luis fue durante muchos años párroco en la iglesia de Madre de Dios, en Jerez, y allí fue denunciado por un feligrés por apología del terrorismo. "Eran los últimos días del franquismo. La homilía había sido picantilla y acababan de producirse los fusilamientos del proceso de Burgos. Pedí que se rezara por esas personas. Unos días después recibí una multa, que recurrí, y, al final, no pagué porque en ese espacio de tiempo murió Franco y se perdonaron poco después las multas".

Antes de que todo esto sucediera, la obsesión de los jesuitas de El Puerto era sostener la educación gratuita de sus alumnos en unas aulas donde había goteras, en un edificio que amenazaba ruina. El padre Villoslada, ni corto ni perezoso, se fue a El Pardo. "Vengo a ver al Generalísimo, dijo, y allí se sentó. A esperar, dos, tres días. Lo que hiciera falta. Hasta que no le atendieran no se iba. Era, exagerando un poco, el modo en que se hacían los conciertos educativos entonces. Cuentan que se ponía a los niños del internado a rezar y hasta que no se conseguía la financiación no se levantaban".

Para muchos portuenses, Fernando Marrero es esa figura que a las ocho y media estaba en lo alto de las solemnes escaleras de mármol que daban acceso al colegio para dar los buenos días a cada uno de los alumnos. Con la llegada de la LOGSE, el colegio fue determinante para la escolarización en la zona y llegó a tener hasta 3.000 alumnos. Marrero era el rector de esa pequeña ciudad en años en que hubo que hacer la remodelación del colegio. Hace tiempo le llegó la carta de la Seguridad Social comunicándole su jubilación. Ese mismo día recibió otra carta de los superiores de la Compañía felicitándole por todos estos años de trabajo y aprovechando para recordarle que "un jesuita nunca se jubila".

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