Almas de la Fontanilla
Pedro Pérez Aragón (Conil, 1929) El hambre no se olvida, la sufrió mucha gente. No trabajé en condiciones hasta después de la mili. Iba donde había algo: a la almadraba de Sancti Petri, a limpiar pozos, a la aceituna. Fernanda Rubio Ramos (Conil, 1933) De pequeña vendía boniatos y pan por las calles. Mi padre compró esto, que era un huerto, en 1894 por 4.500 pesetas. Nos casamos y pusimos un chiringuito que abríamos en verano.
Este hombre que posa para el fotógrafo junto a su esposa esta mañana soleada de noviembre se sentó en este mismo lugar, mirando al mar, una noche memorable para su pueblo. No recuerda la fecha pero fue en septiembre de 1983. Una pareja de la Guardia Civil se acercó al chiringuito de Pedro y Fernanda, en la Fontanilla, y les dijo que debían irse de allí, que corrían peligro: una ola gigantesca, un maremoto, amenazaba con tragarse la costa de Conil y otros pueblos cercanos. Eran las tres de la madrugada. Cientos de personas ya habían comenzado a huir de la orilla del mar, la alarma había lanzado a la carretera a los barbateños y una fila de coches rodaba colina arriba para ponerse a salvo, unos hacia Medina, otros hacia Vejer. Los conileños corrían hacia lo más alto del pueblo. Los pescadores empujaban las barcas fuera de la playa y las aparcaban en las calles en cuesta. Tienen que salir de aquí, que viene la ola, le dijeron los guardias a Pedro, y se fueron ellos también a toda prisa, como todos.
Menos Pedro.
Pedro buscó un bolso, metió en él todo el dinero que tenía ahorrado, se lo entregó a su hijo pequeño y le encomendó una misión: que se fuese a una zona segura y que custodiase esa parte del patrimonio familiar. De proteger el resto, el chiringuito, ya se encargaba él.
El hijo de Pedro, que tenía entonces 16 años, anduvo toda la noche de un lado a otro, por las calles atestadas de gente, con cuatro o cinco millones de pesetas en el bolso, atento a las noticias, a los rumores. En la Fontanilla, en la costa desalojada por la autoridad competente, Pedro abrió una botella de Campo Viejo, agarró una silla, se sentó ahí afuera, en la misma playa, y se dispuso a afrontar el peligro. Yo de aquí no me voy; que venga la ola, dicen que dijo.
Junto a él, como ahora en la fotografía, como siempre desde que se casaron, estaba Fernanda.
Tuvo suerte Pedro ese día. Era una falsa alarma que había dado Marruecos. En lugar de un maremoto, al amanecer llegó una jornada de sol espléndida, una de las mejores de todo el verano. Fue un alivio para todos. Y quizá una señal para Pedro y Fernanda. Tal vez les venía a decir aquello que se quedasen tranquilos en la Fontanilla, que le siguiesen echando valor a la vida y a los problemas que asomasen por el horizonte, porque no llegaría ningún desastre sino buenos tiempos para el negocio, para ellos y para sus hijos.
Pedro Pérez nació en 1929 en Conil, en la calle de la Palma. Era el mayor de cuatro hermanos, dos niños y dos niñas. Su padre tenía un campito pequeñito y un carro y un mulo con los que transportaba fruta que compraba en las haciendas, en Chiclana, y que luego vendía en Tarifa, en Algeciras y en otras poblaciones. Pedro comenzó pronto a trabajar con su padre. Aunque antes pasó por el colegio, del que recuerda al maestro, a don José Pérez Alonso, y que no fue un alumno aventajado. "A la escuela fui más tiempo que aprendí", bromea al evocar que sus padres también lo enviaban a recibir clases por las tardes cuando podían. "Yo estoy contento con mi familia sobre ese particular. En la escuela encontré siempre cariño".
La sombra de la escasez y del hambre envuelve los recuerdos de Pedro sobre aquella época, sobre los años de la niñez y la adolescencia, que entonces eran para muchos una de las etapas laborales de la vida. "Hubo unos años en que se pasó mucha hambre. El hambre no se le olvida a nadie en España. Y no era yo al que le ocurría eso. A mucha gente le pasaba. No había pan ni comida. Y como no había nada, pues no se comía. Se comía algo cuando había rabanitos. No se ganaba nada. Yo no empecé a trabajar bien, en condiciones, hasta que vine de la mili. Antes no había quien se moviera. Te pillaban a aquí y allá, y si te tocaba un hueso, lo que intentabas era roerlo".
Fernanda Rubio nació en 1933, también en Conil, en la Fontanilla. Su abuelo tenía vacas que abrevaban en la fuente que dio nombre a este lugar. Fue el padre de Fernanda el que compró el terreno junto a la playa en el que más adelante abrieron un chiringuito ella, su hermana y sus maridos. Se lo compró a tío Mateo en 1894 por 4.500 pesetas que le devolvió poco a poco y en confianza. Durante muchos años fue un huerto con una choza. Fernanda se crió en ese lugar en el que añora la hierba y los juncos que lo alfombraban. Ella sólo acudió al colegio dos meses, que la envió su madre. Lo justo para aprender a firmar y eso. La mandó también a aprender a coser. De niña se ve vendiendo boniatos y pan por las calles. Y entrando a un búnker a ver a los soldados que se habían establecido en la Fontanilla durante la Guerra Civil y la posguerra. Una vez, los soldados aparecieron con papas para vender y se las ofrecieron al padre de Fernanda. Como tenía un huerto cerca de Conil, les respondió que no las quería, que ya tenía papas. Pero al tiempo le echó un vistazo a la mercancía y les dijo: si son como las mías. Después, cuando fue al huerto a recoger sus papas, el hombre comprobó que se había quedado sin ellas.
La guerra dejó en la Fontanilla el recuerdo de los soldados, y de los asesinatos y fusilamientos. "Ahí mismo, ahí enfrente, mataban a la gente. Mis padres escuchaban los tiros por la noche desde su casa". Fernanda tenía seis años cuando terminó la guerra. Pedro, que andaba por los nueve, no olvida que iba con su madre a visitar a un primo suyo a la cárcel hasta que un día ya no lo vieron más.
Fernanda y Pedro se hicieron novios, una Semana Santa, cuando ella tenía unos 16 años, poco antes de que él se fuese a la mili. Le tocó en San Fernando. Tuvo suerte, apunto sin pensar. "No, suerte no. Que me busqué un enchufe", aclara él de inmediato. Lo recomendó un contramaestre de la Capitanía y, tras el obligado periodo de instrucción, pasó el resto de los dieciocho meses en Conil, trabajando en el campo de doña Carmen, la esposa del militar. A veces hacía de mandadero. Ella era el capitán y el sargento y todo.
Tras la mili, Pedro continuó trabajando con su padre, con el mulo y el carro. Pero le salían otras ocupaciones. Limpiaba pozos de agua, iba a la aceituna. Donde lo llamaban, allí acudía. "Ganaba cuatro perras cuando encartaba. Si me daban nueve, nueve; si me daban diez, diez. Si tenía tiempo para hacer algo, lo hacía. Si lo encontraba, bien; si no, a aguantar mecha".
Tardaron en casarse Fernanda y Pedro. No había dinero. No se podía. Se tiraron diez años de novios. Cuando llegó el momento, pasaron por el altar y se fueron a vivir a la calle San Sebastián. El padre de Pedro les dio una cuadra y la arreglaron: hicieron dos habitaciones y una pequeña cocina en el patio y empezaron esa nueva etapa que pronto los llevó a la Fontanilla.
Primero abrieron los veranos un chiringuito que regentaban junto con una hermana de Fernanda y su marido, Francisco. Él y Pedro se encargaron de ensanchar el camino que iba de Conil a la Fontanilla, por el que transportaban mercancía a lomos de un burro. Era tan estrecho, que los serones se atascaban con la roca y la maleza. Eso fue durante unos tres años. Luego murió el padre de ellas y la madre dividió el terreno, un pedacito para cada una. Así arrancaron los dos negocios, los dos restaurantes que hoy dan pared con pared.
Pedro compartió el trabajo en el chiringuito con otras tareas durante un tiempo largo. Jalaba barcas en la playa, iba a la pesca y en primavera ronqueaba atunes de la almadraba en la chanca de Sancti Petri. Allí también trabajó Fernanda, que poco a poco comenzó a darle fama a su cocina. Una cocina sin gas, con carbón, sin fregaplatos, sin luz. Sin comodidad alguna pero de la que salía calidad: picadillo, ensalada y mucho pescado; sardinitas fritas, choco, salmonetes... "Venían aún muy pocos turistas. Más bien la gente de Conil. Porque en la playa no había nada. Nosotros fuimos los primeros". En Semana Santa, cuando llovía, Fernanda freía el pescado resguardando el aceite de las goteras bajo un paraguas. Una vez hubo una avenida de agua y un taxista que estaba en la playa los llevó al pueblo. No era un maremoto pero anegó el chozo.
Había que mejorar aquello y Pedro pidió un crédito a la caja de ahorros para hacer una habitación. Se lo denegaron. Pero se enteró Manolín, el repartidor de la cerveza El Águila, y aportó una solución: les propuso que le pidieran el dinero a su jefe y éste les prestó las 2.000 pesetas que necesitaban. Con arena de la playa y cemento, Pedro y un amigo albañil levantaron esa primera habitación a la que siguió otra.
Lo que vino después fue mucho trabajo y dedicación a tiempo completo. A Pedro le daban las tres de la madrugada limpiando pescado. Compraba pez cochino, que tiene mucho trabajo para limpiar. Fernanda lo convertía horas después en un manjar. "Eso se lo ponía yo a los extranjeros con limón y ajo y se volvían locos. No había luz y a los extranjeros eso les encantaba porque les poníamos unas velitas en la mesa".
Fernanda y Pedro tienen tres hijos. Uno es médico. Los otros dos han relevado a sus padres al frente del negocio. Tiempos nuevos. Cambios. Un restaurante con prestigio. Empleados. A Fernanda le preocupa el diferente estilo de vida de las generaciones que han seguido a la suya. Ellos trabajaban a todas horas, todos los días que se pudiese, con ahínco. Ella no recuerda ni viajar ni disfrutar de vacaciones, salvo un viaje a Marruecos y otro a Alemania que hicieron de mayores. Siempre ahorrando y mirando por lo que había. "Es que a quien lo ha pasado mal no se le olvida", sentencia Fernanda. "Yo no tenía hora. A las once de la noche dábamos comidas. Y llegaban las dos de la madrugada y venía gente y yo les daba de comer. Venían los extranjeros buscando a Fernanda, que querían pollo a la Fernanda. Hemos trabajado mucho y hemos ganado dos pesetas. Y no me pesa, porque mis hijos están muy bien. Por eso pudimos ir para arriba".
Pedro sí disfrutó un poco más que Fernanda porque se iba a pescar a veces y a la feria con los amigos; y a enseñarles Conil a las extranjeritas, anota ella con sorna. Estamos sentados donde una noche Pedro desafió a la gran ola y él aprovecha este momento para retirarse. El sol ilumina la Fontanilla, el cielo continúa azul y Marruecos no ha dado ninguna alarma. Pero Pedro ha oído como el eco de una lejana tormenta y se despide, deja que sea Fernanda quien explique la filosofía que les ha guiado, la principal norma de su casa, lo que les proporcionó fama y éxito: que estando todo limpio y con buena comida no hacen falta más lujos. "Lo demás me ha traído a mí siempre sin cuidado".
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