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Treinta años del 'thatcherismo'

  • Se cumplen tres décadas de la llegada al poder de Margaret Thatcher, una primera ministra que despertó como nadie pasiones encontradas

Margaret Thatcher es hoy una anciana de frágil salud y huidiza memoria que vive sus últimos años en una tranquila vivienda de un elegante barrio de Londres frente a la cual monta siempre guardia un policía.

Pero muchos conservan aún muy viva la imagen de aquella combativa mujer que un 4 de mayo de hace 30 años llegó al número 10 de Downing Street e inició una revolución que acabaría con el consenso socialdemócrata de la posguerra británica, transformaría radicalmente al Reino Unido y sería imitada en otros países.

Según recuerdan hoy sus críticos más acerbos, su revolución conservadora, basada en el libre mercado, destruyó comunidades enteras en las zonas industriales del norte y oeste del país, las cuales aún no se han recuperado totalmente.

Nunca una figura política ha despertado aquí pasiones tan encontradas como la que los rusos apodaron Dama de hierro: sus partidarios afirman que liberó al Reino Unido de ataduras socialistas que le impedían modernizarse, crecer y competir con éxito en un mundo globalizado.

Sus enemigos la acusan, por el contrario, de haberlo atomizado y haber hecho del Reino Unido un país mucho más desigual, superficial, consumista e insolidario.

La inglesa de clase media, hija de un tendero de ultramarinos, que se impregnó de las teorías económicas de Friedrich von Hayek y Milton Friedman, cambió no sólo a su propio partido, sino que contribuiría también a transformar al laborismo hasta el punto de que un conocido periodista -Simon Jenkins- se refiere en su libro a Tony Blair y Gordon Brown como "los hijos de Thatcher".

Para Martin Jacques, director de la publicación de izquierda Marxism Today, en cuyas páginas se acuñó el término de thatcherismo, fue una "revolucionaria (de espíritu casi bolchevique) que creía que el viejo orden socialdemócrata debía ser destruido con todo su equipaje".

A diferencia de la derecha radical y nacionalista, los tories no se habían considerado hasta la llegada de Thatcher un partido anti establishment, dispuesto a llevarse por delante lo que hiciera falta para imprimir una dirección totalmente nueva al país. El viejo consenso keynesiano en torno al estado del bienestar, las industrias nacionalizadas y el pleno empleo quedó irremediablemente roto con la revolución neoliberal emprendida por Thatcher.

En los años que ocupó el poder (mayo de 1979 a noviembre 1990), la dirigente conservadora desreguló y contribuyó a la prosperidad de la City londinense con el llamado Big Bang de 1986, acabó con el poder de los sindicatos, recortó los impuestos y, paralelamente, el gasto público.

Liberó el mercado laboral, aplicó criterios de mercado al Servicio Nacional de Salud, algo que continuaría, como muchas otras cosas, el Nuevo Laborismo, y redujo el apoyo público a la enseñanza, las artes y a la cultura en general.

Como señalaba recientemente el periodista británico Paul Routledge, que cubrió para The Times las encarnizadas disputas laborales e industriales de aquellos años, "es imposible para alguien de fuera comprender el odio que Thatcher llegó a inspirar en las viejas comunidades mineras" del país.

"El odio apenas ha remitido en un cuarto de siglo, mucho después de que (los mineros) fueran aplastados y su modo de vida destruido para siempre", escribía Routledge recientemente en el semanario New Statesman.

Pero como no hay nada que 100 años dure, con la crisis financiera y económica global, muchas de las reformas emprendidas por Thatcher y su miríada de imitadores están hoy en entredicho. Nadie cree ya, después del escándalo de las primas de los banqueros, en una relación entre esfuerzo virtuoso y justa recompensa.

Y muchos vuelven a leer a Marx, cuya frase "todo lo sólido se desvanece en el aire", parece describir la situación actual.

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