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Lo que el Muro se llevó

  • De un día para otro 'papá Estado' dejaba de funcionar y desaparecía el espionaje de la Stasi, la estricta censura y la prohibición de viajar.

De un día para otro, papá Estado dejaba de funcionar, desaparecían el continuo espionaje de la policía secreta Stasi, la estricta censura, la prohibición de viajar y las tiendas se llenaban de productos hasta entonces desconocidos: la vida de los ciudadanos de la extinta República Democrática Alemana (RDA) daba un giro de 180 grados con la caída del Muro de Berlín el 9 de noviembre de 1989.

"Ya no había que recurrir al mercado negro para encontrar discos buenos", recuerda Mathias Brosz. "Las tiendas se llenaron de plátanos y otras frutas exóticas", agrega este profesor de matemáticas de 42 años, que desde 2003 vive en Bogotá.

De repente todo era fácil: ya no había que recorrer media ciudad para encontrar zapatos o esperar años apuntado en una lista para poder comprar un coche, un frigorífico o una librería para el salón. A Alina Thieler, que en aquel entonces era una adolescente de 13 años, le impresionaba sobre todo la variedad en las tiendas: los yogures de sabores, la cantidad de vaqueros diferentes...

Pero la apertura de los controles fronterizos significaba sobre todo el final de la tragedia que había sufrido durante 28 años la capital alemana: la división de barrios, familias y amigos a través de un amenazador bloque de hormigón armado.

"Lo primero que hice cuando cayó el Muro fue ir a ver a mi familia en el Berlín oeste. Les presenté a mis hijos y a mi mujer, con quien ese año celebraba las bodas de plata", contó el ingeniero Dieter Metzdorf, de 67 años. "De repente nos juntamos mis tíos, sus hijos, sus nietos... ¡éramos un montón de desconocidos!".

El comunismo había perdido y se había llevado toda una filosofía de vida. La dictadura del omnipotente Partido Socialista Unificado de Alemania (SED) se hundía y la economía dirigista desaparecía.

"Lo peor fue que el Estado se metió en la vida privada de las personas. No eras adulto, no eras libre. Con frecuencia te sentías como un joven inmaduro", subraya Mathias, que ante la falta de viviendas para estudiantes en la RDA ocupó una casa en los 80.

De repente, en las escuelas y universidades se podía hablar. Los profesores no trataban de inculcar a sus alumnos la ideología comunista en cada clase; ya no había estudiantes de segunda.

Ser miembro activo en iglesias -desde las que se organizaron por otra parte las mayores protestas contra la RDA- dejaba de ser un tabú, todos recobraban la libertad de fundar organizaciones de casi cualquier tipo y quedaban permitidas incluso las visitas a burdeles.

Hasta entonces había que guardar silencio muchas veces. "Yo ni siquiera le contaba a mis padres que veía la televisión de la Alemania occidental y ellos tampoco me decían que hacían lo mismo, aunque en Berlín todo el mundo la veía", recuerda Alina.

También Dieter tuvo que callar en muchas ocasiones, incluso cuando dejaron de llegarle las cartas de una conocida francesa. "No podías quejarte, no podías hacer comentarios, ni siquiera a tus compañeros. Si te rebelabas, sabías que perdías tu trabajo".

Pero lo peor para la mayoría de los ciudadanos era sin duda la prohibición de viajar y conocer el mundo occidental, la obligación a quedarse encerrado dentro de las fronteras de la RDA o del resto de la órbita soviética. En ese sentido, Dieter era un gran privilegiado.

Por motivos de trabajo tenía que viajar mucho, sobre todo a España y a Francia, aunque siempre tenía que hacerlo solo, entregar a las autoridades su pasaporte al entrar y salir del país y, por lo menos al principio, no viajar en coche "porque se quería evitar a toda costa que tuviera contacto con alemanes del oeste al atravesar el país". "Yo siempre tuve en casa buenos vinos franceses y españoles, quesos franceses y jamón serrano", recuerda. Arriesgarse con otras cosas, como libros, era algo impensable.

Además, tenía que llevar en coche a los clientes extranjeros al aeropuerto de Tegel, en el Berlín occidental, ocasión que aprovechaba para visitar a sus tíos. "Había que tener cuidado y hacerlo fugazmente porque al pasar el control se grababa la hora a la que entrabas y enseguida se notaba si habías estado demasiado tiempo". "No te puedo llevar a mi casa del campo porque tendré a la Stasi encima el resto de mi vida", le decía a muchos de esos clientes, con los que con el paso de los años desarrolló una gran amistad.

Y es que el sistemático espionaje que la policía secreta dirigía contra todo el pueblo era algo que no extrañaba a nadie. "Muchas veces, estabas hablando por teléfono con algún amigo y de repente oías una especie de click. Entonces colgabas y decías: y un gran saludo al que nos escucha. ¡Lo has hecho bien muchacho, sigue así!", cuentan divertidos Dieter Metzdorf y su esposa, Brigitte.

Pero después de la ilusión y esperanza del cambio al principio, tras obtener la ansiada libertad, lo que les quedó a los ciudadanos de la RDA fue una inmensa sensación de vacío, de pérdida.

"Para mí es muy doloroso, el país en el que yo crecí ya no existe, ya no lo puedo visitar, aunque no todo fuera tan bonito. Por eso no me puedo identificar con la Alemania de hoy", lamenta Alina.

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