Tribuna Libre

El Puerto, la ciudad que nunca avanza

Una imagen de lo que queda del Vapor, en la avenida de la Bajamar.

Una imagen de lo que queda del Vapor, en la avenida de la Bajamar. / D.C.

Cada vez que paso por el lugar junto al Guadalete donde el viejo vaporcito se va poco a poco descomponiendo por la acción implacable del sol y la sal marina, no puedo menos de asociar su lamentable estado al de la ciudad a la que sirvió tantos años.

Retorno una vez más a esta ciudad de tan hermoso nombre como triste suerte, deseoso de ver que ha cambiado algo, de verme sorprendido por algún nuevo comercio, por algún edificio salvado de la ruina, pero sé que es confiar en un milagro.

Y no puedo evitar una y otra vez una amarga sensación de déjà vu: siguen las mismas tiendas con sus cierres metálicos que nadie levanta cada vez cada vez más herrumbrosos; continúan los mismos edificios a los que hay que apuntalar con enormes armazones o proteger con aparatosas alambradas.

Uno se pregunta qué pensarán el alcalde y demás responsables municipales cuando se pasean, sorteando coches, por esas angostísimas aceras en las que es fácil torcerse un tobillo, si serán conscientes de la imagen que proyecta la ciudad en cualquiera que llegue a ella por vez primera.

Me hablan algunos veteranos portuenses que, pese a todo no han querido abandonar el degradado centro, de tiempos más felices en los que había en El Puerto florecientes industrias como la pesquera o la vinícola, acompañadas de otras como las de vidrio o el papel.

Era entonces una ciudad próspera con bancos, oficinas y juzgados, y los hoteles se llenaban con los viajantes de comercio y los trabajadores de los distintos sectores de actividad que lógicamente también consumían y contribuían a la prosperidad general.

Muchas de esas industrias creadoras de riqueza fueron desapareciendo. Se amplió la ciudad hacia el oeste con nuevos edificios de protección oficial para acoger a la gente más humilde mientras surgían, cerca de a costa, lujosas urbanizaciones cuyos habitantes no querían saber ya nada del casco histórico y sus incómodas casas palacio.

El centro se fue degradando rápidamente sin que nadie pareciera dispuesto a ponerle remedio porque reconstruir es siempre mucho más costoso que construir de nuevo y porque en España no tenemos por desgracia tanto aprecio por nuestro patrimonio como, por ejemplo, en Francia, Suiza o Gran Bretaña.

Y así seguimos. Me cuentan que el alcalde y su concejal de Fiestas han apostado por la tan conocida como eficaz fórmula de “pan y circo” para distraer al personal y que son además maestros en el manejo de las redes sociales para su autopromoción.

A la mayoría de quienes viven todo o parte del año en las urbanizaciones no parece preocuparles demasiado el estado del casco histórico: sólo les sirve para acercarse los fines de semana a los bares de copas, que parece el único negocio más próspero.

Los más preocupados entre los vecinos del casco histórico hablan de que habría que dar algún uso al complejo bodeguero, el más grande, según dicen, del marco de Jerez, y seguramente hay algún constructor que sueña con demoler esas viejas catedrales del vino y hacer allí viviendas.

Pero uno se pregunta por qué no se celebra, por ejemplo, una reunión con expertos locales, nacionales y extranjeros especializados en la arquitectura industrial para ver la mejor forma de salvar la singular estructura de esas bodegas, dedicándolas a nuevas e imaginativas actividades.

Por ejemplo, se le ocurre a uno, ¿no podrían, respetándose sus característicos arcos, y aprovechando el hecho de que muchas veces la techumbre de ha casi derrumbado, instalar allí, por ejemplo, huertos urbanos además de mercados en los que vender directamente y sin intermediarios – del productor al consumidor- los más variados productos agrícolas de la provincia?

¿Por qué no aprovecharlas también las bodegas, por ejemplo, para instalar espacios que pudieran aprovechar quienes se dedican al teletrabajo? ¿Por qué no abrir allí también talleres para jóvenes artistas o todo tipo de creadores?

¿Por qué no crear museos que cuenten el rico pasado industrial de esta ciudad: el museo del vino, por ejemplo, o el de la sal, como los que uno ha visto en otras ciudades europeas, o el del comercio transatlántico?

El principal problema, sin embargo, el que todos denuncian, pero al que nadie parece capaz de poner remedio, es la burocracia de un gobierno municipal, agravada por algún señalado funcionario, que, lejos de facilitar las cosas, se dedican a poner trabas a los potenciales inversores, convirtiéndose así en los peores enemigos de la ciudad.

De nada sirve participar en importantes ferias internacionales como la ITB de Berlín si, a diferencia de lo que ocurre en otros municipios costeros de la provincia como Chiclana, ni siquiera parece existir en su Ayuntamiento una idea clara de lo que debe ser turísticamente El Puerto, más allá de su oferta de bares de copas y de las procesiones de Semana Santa.

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