Tribuna Libre

Burocracia y fatalismo

  • El autor defiende que "El Puerto no puede resignarse a ser simplemente un par de calles donde la gente viene a comer y beber los fines de semana"

Una imagen actual de las obras de Pozos Dulces, a la espera de la actuación municipal.

Una imagen actual de las obras de Pozos Dulces, a la espera de la actuación municipal. / D.C.

Cuando llegué hace ya muchos años a El Puerto de Santa María había en la entrada, viniendo de la estación ferroviaria, una rotonda con una escultura que representaba una gran vela y parecía aludir al carácter marinero de la ciudad.

Era de una estética más bien fea, pero en cualquier caso mucho causaba mejor impresión que lo que uno encuentra ahora en ese mismo lugar: un parking a medio terminar, rodeado de una alambrada, con numerosos boquetes que solo acumulan basura y el agua de las lluvias.

Hace tiempo critiqué en estas páginas la primera impresión de deterioro y fealdad que uno tenía al llegar por catamarán a esta bella ciudad y ver las ruinas en que se había convertido la parte trasera de unas antiguas casas palacio. Algo aunque poco ha cambiado allí.

Pero nada parece que se esté haciendo con ese parking de Pozos Dulces, que ni se acaba, frente a las promesas del actual equipo gobernante, del mismo partido por cierto que el que encargó su construcción, ni se termina de tapar para evitar esa impresión de abandono que uno tiene al llegar aquí por tren o carretera.

Se queja la oposición de que el Ayuntamiento no haya tomado la determinación de terminar el parking y pretenda ahora taparlo en lugar de aprovechar el trabajo ya hecho y que tanto ha costado: diez millones de euros que se tirarían a la basura, según dicen.

No es la primera vez ni será, por desgracia, la última que se tira de esa manera el dinero público sin que al final paguen los responsables del desaguisado, que en este país de nuestros pecados nadie parece asumir la responsabilidad de nada.

Cualquiera que sea la solución adoptada, esperemos que se ejecute pronto: lo importante es acabar cuanto antes con una situación que representa un desdoro para una ciudad de la importancia histórica y con el potencial turístico del que siempre se les llena la boca a quienes la gobiernan.

Dicen que se aprobó ya, tras no sé cuántos años de espera, el famoso Peprichye, pero me comentan quienes están al tanto de estas cosas que no se ha montado de momento una oficina que pueda tramitar los expedientes que presenten quienes traten de acometer alguna obra en su casco histórico.

Vuelvo siempre a esta ciudad con la esperanza de ver que algo ha cambiado, que han abierto nuevas tiendas, que la gente está más esperanzada, pero tengo una y otra vez la misma impresión de desesperanza, de resignación y fatalismo de quienes la habitan y en ella trabajan.

Siguen cerradas las mismas o incluso más tiendas, la basura se acumula tras sus cierres, los edificios en ruinas continúan protegidos por las mismas redes. Eso sí, hay más inmobiliarias que antes, lo que significa que se están vendiendo casas, lo que es al fin y al cabo una buena señal.

Esperemos que no sea tan solo un fenómeno pasajero. Siempre hemos dicho muchos  que lo más urgente es que se repueble el centro histórico, abandonado en su día por muchas familias jóvenes que se trasladaron a las urbanizaciones de la costa o a las viviendas ilegales en medio del campo.

El Puerto no puede resignarse a ser simplemente un par de calles, donde la gente, muchas veces los mismos vecinos que abandonaron el centro, viene a comer y beber los fines de semana.

Es urgente acabar con la letal combinación de burocracia administrativa y resignación o fatalismo ciudadano. La que llamaban la Ciudad de los Cien Palacios merece mejor suerte. Y sobre todo, mejores gobernantes.

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