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Caminar la vida | Crítica

La resistencia del caminante en la era de la humanidad sentada

  • El antropólogo francés David Le Breton vuelve sobre uno de sus temas preferidos, la filosofía del caminar

El filósofo David Le Breton (Le Mans, 1953).

El filósofo David Le Breton (Le Mans, 1953). / Philippe Matsas

Fiel al original Marcher la vie, publicado en Francia hace dos años, el título del último libro de David Le Breton (Le Mans, 1953) propone un juego inocente pero no irrelevante. Transitar el intransitivo "caminar" y asociarle sin preposiciones quizá el más ancho de los sintagmas nominales ("la vida") es toda una declaración de principios en solo tres palabras. Aunque no conociésemos nada de la obra previa de este ensayista, antropólogo y profesor de la Universidad de Estrasburgo, ya podemos intuir ahí su idea de la existencia como camino susceptible de ser recorrido a pie, con todas las implicaciones literales o imaginarias que ello tiene, con toda la carga de tiempo, forma, voluntad y cuidado.

Hay una larga tradición en esa alabanza del caminar. Sus referencias occidentales son al menos tan lejanas como las huellas de Aristóteles y su séquito en la escuela peripatética, aficionados a la fértil discusión mientras paseaban por los jardines del templo de Apolo Licio. Pero fue la Revolución Industrial la que estableció un nuevo marco en el asunto: por reacción intelectual a su forma de entender el progreso como competencia en la aceleración mecánica, se revalorizó el desplazamiento a pie, atribuyéndole, entre otras, las virtudes de la introspección y la liberación de la prisa.A mediados del XVIII, Jean-Jacques Rousseau, gran defensor de la "marcha propia" y la "vida ambulante", renegaba de los viajes en diligencia "tristemente sentados y aprisionados en una pequeña jaula bien cerrada". Y a lo largo del XIX y el XX han sido muchos los que han ido afinando la teoría laudatoria del caminar: de Thoreau a Stevenson, de Simone de Beauvoir a Werner Herzog, por no enredarnos en las derivas urbanas del flâneur, quizá la más literaria de sus fórmulas.

Le Breton recoge aquí una buena representación de ese corpus hasta incorporar obras recientes, como la exitosa Wanderlust (2000) de Rebecca Solnit. Con ella comparte el afán de trazar una perspectiva actualizada que se resuelve en la caminata como un contundente gesto político. Aquella velocidad encapsulada de las diligencias que exaspera a Rousseau o el sedentarismo burgués contra el que se rebela Thoreau pueden revisarse con cierta ironía desde el hipertecnologizado siglo XXI. A "la humanidad sentada", por utilizar un término de Le Breton, "su cuerpo y su bipedación le molestan […] y su aspiración es deshacerse de él para así comenzar una nueva fase de la evolución, la de la virtualidad o las prótesis". Por eso, para el antropólogo, en este presente que especula con el transhumanismo, es más importante que nunca la reivindicación del caminar como un acto de resistencia: "Afortunadamente los caminantes recorren felices el globo, manteniendo su vínculo con la especie y burlándose del puritanismo ambiental provocado por la nueva religión de la tecnología".

Le Breton concibe la existencia como un camino susceptible de ser recorrido a pie

Además de especialista en la representación y las acciones del cuerpo humano (ha dedicado ensayos anteriores al dolor, el silencio o la risa, por ejemplo), Le Breton es un gran caminante y ha consagrado ya varios libros a esta pasión, entre ellos quizá uno de sus más conocidos, Elogio del caminar, publicado también por Siruela en 2015. Cuando el autor francés se siente en la necesidad de justificar esta reincidencia acude a una paradoja: "Para mí caminar es volver a encontrar mis propias raíces en el mundo".

Su escritura, sentimental y cercana, casa bien con un modelo de ensayo sostenido en el espigueo. Pareciera avanzar también paso a paso sobre los párrafos, cruzando del apunte biográfico a la documentada erudición en un merodeo de idas y vueltas, de la memoria colectiva a la personal. "El caminante es un artista de las circunstancias" asegura, equiparando con un acto creativo esa determinación del que busca siempre la forma de salvar los obstáculos y continuar su marcha. Y ese hermoso aforismo, uno más en el caudal de su prosa, es también una buena clave estética y una pista sobre cómo el libro extiende el significado del verbo titular por muchas otras acciones y situaciones humanas.

Portada de 'Caminar la vida'. Portada de 'Caminar la vida'.

Portada de 'Caminar la vida'. / D. S.

Desde la antropología del cuerpo, se detiene en aquello que concierne a la individualidad física en el mismo acto de caminar: los cambios evolutivos que convirtieron a los primeros homínidos erguidos en lo que Le Breton denomina homo caminans (y aquí recuerda al prestigioso etnólogo y arqueólogo André Leroi-Gourhan: "el hombre comienza a ser hombre con los pies"); la molestia que implica siempre el primer paso, esa frontera en la que se abandona la confortable rutina de lo estático por una previsible exposición al dolor, la fatiga, el calor o el frío; la profusa simbología de los pies, desde el aprecio de su vínculo con el arraigo a la (mala) fama de su olor.La celebración de las buenas prótesis (el bastón, el calzado) frente a otras que anulan la humanidad de la experiencia y la uniforman, como el GPS, ilustra además con claridad la reafirmación del autor en la máxima clásica del camino como fin, inspiradora del viaje entre los viajes, la Odisea, incluyendo por supuesto en ella la deseada posibilidad del extravío: "Lo sagrado está en el movimiento mismo del caminar" resume. Y en la identificación espacial del recorrido le valen a Le Breton tanto las poéticas de Bachelard como los testimonios apaches en los que individuo y lugar, caminante y camino, se confunden.

Los últimos capítulos están dedicados a la potencia transformadora del caminar, al viaje interior que vive siempre el caminante. Pero lejos de afrontarlo en los términos ampulosos de la autoayuda, Le Breton sigue eligiendo el lenguaje directo que enhebra la anécdota y la cita. Y al echar pie a tierra no pierde oportunidad para recordar el trabajo de la asociación Seuil (la conoce bien, forma parte de su comité científico) con jóvenes desarraigados mediante una actividad sencilla y a la vez radical: una larga marcha de tres meses en la que no solo descubren (o redescubren) lo alejado en el espacio y en la cultura sino también otros valores como el silencio, la complicidad o la autonomía. Quien dude aún de la aplicación práctica de la antropología o la filosofía social tal vez debería leer a Le Breton.

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