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Obituario

Jiménez Lozano: Matinales neblinas, tardes rojas

  • Ganó en 2002 el Premio Cervantes y si alguien podía ser un sabio en la España de hoy era él

El escritor Jose Jimenez Lozano, en una imagen tomada el 3 de noviembre de 2017 en su casa de Alcazaren (Valladolid).

El escritor Jose Jimenez Lozano, en una imagen tomada el 3 de noviembre de 2017 en su casa de Alcazaren (Valladolid). / Nacho Gallego (Efe)

José Jiménez Lozano vivía en un pequeño pueblo de Valladolid en compañía de su mujer, de un loro llamado Plautus y de un perro pastor llamado Otto. Sobre su mesa de trabajo tenía una foto de Simone Weil, la pensadora cristiano-judía que creía que los pobres y los desgraciados eran el centro del mundo. Cuando le escribías una carta a Jiménez Lozano, bastaba escribir su nombre y el nombre del pueblo, Alcazarén. "El cartero me conoce. No hace falta que pongas la dirección", decía. Si alguien podía ser considerado un sabio en la España de hoy -un país histérico, olvidadizo e intoxicado por la ideología-, ese alguien era José Jiménez Lozano, que acaba de morir casi a los 90 años.

Jiménez Lozano era cristiano, amaba la vida sencilla en el campo, le gustaba escuchar a los pájaros (el señor Cuclillo, el señor Alcaraván) y sabía conversar con la gente a la que nadie presta atención: viejas beatas, sacristanes de pueblo, campesinos lacónicos, mujeres solitarias. El mundo de los éxitos y de la vanidad, el mundo de la gente que corre histérica hacia los tres microsegundos de fama, no era para él nada más que una fábrica de dinero y pompas fúnebres. Cuando le dieron el premio Cervantes, en 2002, se quejaba de que lo habían llevado de un lado a otro "como si fuera la mujer barbuda".

Prefería vivir en un mundo hecho a su medida -Safo, los presocráticos, los jansenistas, Dostoievski, Flannery O'Connor-, en vez del mundo actual, que le producía un inmenso hastío y una inmensa desesperanza. "Nuestro tiempo se alimenta de odio al pasado, a los padres; de terror a todo lo que es hermoso, o pudiera resultar verdad". Eso escribió en Los cuadernos de letra pequeña (2002), que junto con sus restantes diarios, iniciados por Tres cuadernos rojos en 1986, son una de las obras realmente importantes que se han escrito en España en el último medio siglo. Que no sean conocidos, que apenas tengan lectores, dice muy poco a favor nuestro.

Bastaba leer unas pocas líneas de Jiménez Lozano (en sus diarios, en sus poemas, en sus novelas) para descubrir que lo sabía todo sobre las cosas que de verdad importan. Conocía la Biblia y los Evangelios como la palma de su mano. Era capaz de recitar durante horas poemas de Emily Dickinson o haikus japoneses. Sabía distinguir el canto del cuco y el aleteo lejano de una urraca. Le fascinaba la luz quietista de los cuadros de Georges de La Tour, así como la serenidad que se respira en los interiores de los pintores holandeses del siglo XVII. Se había recorrido todos los cementerios y todas las iglesias de Castilla la Vieja, y sabía reconocer desde muy lejos una espadaña mudéjar, un torreón derruido, el nido de una cigüeña. Le gustaba ensalzar los traseros campesinos de Castilla por su costumbre de sentarse sobre las lápidas donde el emperador Claudio había dejado escrito su nombre. Un necio se escandalizaría por ello. Jiménez Lozano, por el contrario, concluía que esos traseros campesinos, cuando se reunían en las noches de verano para chismorrear bajo los chopos, eran más importantes que todos los reyes que ha habido en el mundo.

Conocía la Biblia y los Evangelios como la palma de su mano. Era capaz de recitar durante horas poemas de Emily Dickinson o haikus japoneses

Hace ya muchos años entré en una librería de Valladolid (la Sandoval) y me encontré a Jiménez Lozano con el cilindro de un cigarrillo casi abrasándole los labios. Sin dudarlo, me acerqué a él y le hablé de su libro Los cementerios civiles (1978), que me parece uno de los mejores y más extraños libros de viajes que se han escrito en España. Jiménez Lozano, sin dejar de fumar, empezó a contarme historias. Y me habló de un comerciante de Valladolid que era republicano -"pero sólo un poco, porque apenas sabía tararear La Marsellesa"- y que estaba casado, como tantos otros, con una mujer de inflexible fe católica. Un día, aquel hombre llegó a un acuerdo con su mujer: los iban a enterrar a los dos en el mismo panteón, pero lo construirían de tal manera que la parte del marido estaría situada en el cementerio civil, mientras que la de su mujer quedaría comprendida en el cementerio católico. Y así se hizo: el panteón se levantó en la línea divisoria que separaba un cementerio de otro. Y Jiménez Lozano, con la ceniza vacilante del cigarrillo en la mano, concluyó: "Para que luego digan que somos un país intolerante".

En su libro de poemas Elegías menores, Jiménez Lozano incluyó este poema, El precio: "Matinales neblinas, tardes rojas,/ doradas; noches fulgurantes,/ y la llama, la nieve;/ canto del cuco, aullar de perros,/ silente luna, grillos, construcciones de escarcha;/ el traqueteo del tren, del carro, niños,/ amapolas, acianos, y desnudos/ árboles de invierno entre la niebla;/ los ojos y las manos de los hombres, el amor y la dulzura/ de los muslos, de un cabello de plata, o de color caoba;/ historias y relatos, pinturas, y una talla./ Todo esto hay que pagarlo con la muerte./ Quizás no sea tan caro".

Todo esto, sí, tuvo que pagarlo con la muerte. Y quizá no fue tan caro.

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