En 2018 Gilles de Maistre tuvo un cierto éxito con Mila y el león blanco, historia sensible con ribetes sensibleros de la amistad entre una niña y un león como metáfora de la iniciación en los misterios de la vida y defensa de la libertad de los animales. Se apuntaba a un filón con centenaria tradición del que bastaría, como referencia antigua, recordar la fábula de Androcles y el león (que Bernard Shaw convirtió en una obra de teatro en 1912 y fue llevada al cine en 1953) y, como versiones más populares en literatura y cine, El libro de la selva o Nacida libre y más recientemente El niño y el tigre o La vida de Pi. Repitió el esquema en 2021 con El lobo y el león, en la que la amistad se trenzaba entre una joven y los dos animales aludidos en el título.

Toda película que trate de forma amable de la amistad entre seres humanos jóvenes y animales fieros suele plantear la dramática ruptura cuando los adultos intervienen separándolos. Lo que se vuelve a proponer en esta tercera incursión en el tema que ya, la verdad, estira demasiado aquel éxito primero.

En esta ocasión la amistad nace entre una niña y una cría de jaguar en la selva amazónica. La separación se produce cuando ella ha de trasladarse a Nueva York. Y el drama de la amenaza que se cierne sobre su querida jaguar y otros animales aparece cuando se entera de que unos traficantes de animales están actuando en la aldea de su infancia, motivando su regreso para defenderlos. Lo que de paso sirve para denunciar la destrucción de la Amazonia y el tráfico con animales en peligro de extinción.

Hermosa en sus espectaculares paisajes, bienintencionada en su defensa de la naturaleza, adolece también de las simplificaciones de un guión naif, sentimentalismo facilón y abuso de una fórmula explotada a la que no se le han abierto nuevas posibilidades.