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Laurel y rosas

La mujer en la historia de Chiclana

Cecilia Bölh de Faber, la mujer que se escondía bajo el heterónimo de Fernán Caballero, se reconocía en una cita de Honoré de Balzac. La repitió en sus cartas a Manuel Cañete y en “Una palabra del autor al lector”, que escribe como prólogo a su novela “Elia”. Afirma en ese texto: “Dice Balzac: «¿Quién podrá lisonjearse de ser siempre comprendido? Morimos todos desconocidos. Esta es la muerte de las mujeres y de los autores». ¡Cuán cierto es esto!”. A Cecilia le gustaba la cita porque ella misma siempre se sintió incomprendida, pero también porque veía retratada en el papel de la mujer a lo largo de la historia: morir desconocida.

Es evidente que Cecilia combatió aquel destino que parecía inexorable para la mujer, y que triunfó con su propia obra –con esos personajes femeninos, más bien alter egos, que protagonizan sus novelas, como la Marisalada de “La gaviota”– hasta obtener la visibilidad que la sociedad, aún en aquel siglo XIX, le negaba. Cecilia, en cualquier caso, pudo sobresalir y ha permanecido como referente de las escasas mujeres de la Historia de Chiclana. De ese XIX son los referentes históricos de la mujer chiclanera: como la madre de Cecilia, la proverbial Frasquita Larrea, o la propia Francisca Misa Busheroy, marquesa de Bertemati, aunque murió ya centenaria en Campano en 1953.

Ellas son, prácticamente, las únicas mujeres que se muestran en el frágil escaparate de nuestra historia. Sin duda, es evidente que hay más –aunque apenas las sepamos nombrar–, comenzando con la propia Ana de Mendoza y de Silva, esposa del VII duque de Medina Sidonia, y con la madre Antonia de Jesús, fundadora del convento de las Agustinas Recoletas, que han vivido o han influido en el destino de Chiclana a través de los siglos. La historiografía apenas las nombran pero están ahí: Andrea Chacón, comerciante de Indias en pleno siglo XVIII, o Beatriz de Ávila y Mirabal, abuela y tutora de Carlos Mª Presenti, marqués de Montecorto, propietaria del Molino Viejo, nombrado como de Santa Cruz.

También Isabel María del Hierro y Alós, condesa del Pinar en plena fundación del balneario de Fuente Amarga, y la marquesa de Casa Rábago, María Josefa Fernández de Rábago O’Ryan, que creó y estuvo al frente en Cádiz de la Junta de Damas de la Sociedad Económica de Amigos del País. Es evidente que, junto a ellas, hay infinidad de mujeres “sacrificadas y anónimas” –como las que Jaime Aragón destaca que sostuvieron la ciudad en plena ocupación francesa–, de las que no nos ha llegado su nombre. Pero sí que entre los escasos testimonios de herencias, escrituras y notarías, perviven Mariana de Eguiluz y Rendón, viuda del alcalde Antonio de Olmedo y Ormaza, y que creo el molino de Hormaza. Igualmente, doña Rosalía Gómez Humarán y Cañizares, quien abrió casa de recreo en La Barrosa a finales del siglo XIX, aún cuando los Gómez de Humarán eran propietarios de La Barrosa y Sancti Petri.

Ahora no es solo, como dice la historiadora María Antonia Bel, que la mujer esté “pidiendo a gritos que se la rescate del olvido de siglos”, sino que ella misma está escribiendo la historia. Indudablemente, en Chiclana aún hay una amplia nómina de mujeres ilustres por reivindicar. A alguna de esas mujeres se les conoce bien, como a Carmen Picazo y su incesante actividad benefactora, pero de otras lo desconocemos casi todo, como a Estebana Serrano, quien hizo posible que las Hermanitas de la Cruz abrieran convento en la ciudad ya en 1942.

La cuestión –sin duda compleja– es la escasez de testimonios que de la mujer ha dejado la historia para seguir su rastro. La nula, o casi nula, presencia en la historia narrada –obviamente, por los hombres– durante los últimos siglos, todavía más acusada por la ausencia de reconocimiento y de proyección de la mujer en todo este pasado. Apenas se ha citado a María Antonia Dorronzoro, pintora y madre de Eduardo Vassallo, o a Lola García Páez, gran pianista que fue novia de Rubén Darío, según Aquilino Duque.

Es evidente que la mujer es “protagonista indiscutida e indiscutible” de la historia –de la nuestra también–, pero aún faltan referencias desde la investigación histórica. Hoy sabemos más de doña Violeta Buck o de Monique Saint Leper, la “francesa” de Torre Bermeja, y hemos reconocido como “hija adoptiva” a sor Tránsito Combarros, resaltado la tarea social de Victoria Baro y reconocido con una placa a orillas del Iro a Mónica Aragón, por siempre La Mónica de la Fonda Custodio. Pero siguen faltando muchas.

Como dice la historia Michelle Perrot, autora de la “Historia de las mujeres en Occidente”, para “acabar con este silencio y hacer aparecer lo que está escondido, hay que interesarse por algo que no sea el universo político, en el que las mujeres han estado mucho tiempo ausentes. Sino la vida privada, lo cotidiano… Hacer un poco de infrahistoria”. Pero entre la ingente trama de documentos notariales y aún en las notas al pie –o al margen, como se hacía antes– circulan nombres de mujer, vidas de mujer, testimonios de mujer, que formaron parte indiscutible de nuestra historia. Solo falta que encontremos su nombre y su lugar.

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