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Laurel y rosas

Otras formas de nombrar a Chiclana

Esta ciudad, la villa, la población –el pueblo– de Chiclana, ha recibido a través de los siglos muy diferentes comparaciones por su destino, especialmente por ese papel que protagonizó desde la segunda mitad del siglo XVIII. “La villa de Chiclana debe su actual existencia a la justificada predilección de las opulentas familias gaditanas —llega a afirmar el pintor y viajero romántico Francisco Javier Parcerisa en sus Recuerdos y Bellezas de España (1839-1865)—, que han hecho de ella su Capri, su Vulturno, su Frascati; y esta predilección es la que la ha engalanado con sus dos mil casas blancas como la nieve, limpias y aseadas, sus espaciosos jardines, su deliciosa alameda de paraísos, sus numerosos y elegantes edificios de piedra de sillería ordenados en anchas y bien alineadas calles divididas por el Liro”.

Fue también denominada “Aranjuez de Cádiz”, como describió el marino norteamericano Alexander Slidell Mackenzie en su visita de 1829. Mackenzie afirma en “Un año en España” (1831) que “Aranjuez de Cádiz” es el “apellido de honor” que recibía Chiclana –“un lugar precioso y agradable”– en los “mejores tiempos” del comercio de Indias. Es decir, cuando la capital gaditana, como escribió Fernán Caballero en “No transige la conciencia” (1857), era el “Rothschild de las ciudades”, el “Manhattan del siglo XVIII”, al decir del catedrático Manuel Bustos. En aquellas décadas en las que gracias al tráfico marítimo con América, los comerciantes de Cádiz imitaban “la grandeza propia de embajadores” construyendo, sigue diciendo Fernán Caballero, “casas de campo en Chiclana, que se labraban y amueblaban con extraordinaria riqueza y buen gusto”.

Aquel “precioso pueblo”, según Cecilia Böhl de Faber en esa misma novela, fue indudablemente «lugar de recreo y delicias para los habitantes de Cádiz», que es como el jurista del Consejo de Indias, Rafael Antúnez y Acevedo, la describió en sus “Memorias históricas” (1797). El presbítero Pedro García del Canto, cuyo testimonio rescató Jesús D. Romero Montalbán, ya manifestó en 1781 que en ella «las familias de Cádiz han labrado a la moderna más de 130 casas». Y es muy reconocido aquello que Antonio Ponz señaló en su “Viage de España o Cartas en que se da noticia de las cosas mas apreciables y dignas de saberse” (1794, tomo XVIII): “La villa de Chiclana es el desahogo y quitapesares de los vecinos ricos de Cádiz».

Quitapesares que Leandro Fernández de Moratín describió a su paso por la villa a la vuelta de su viaje a Italia durante 1796: “Chiclana es el lugar de delicias de las gentes ricas de Cádiz, y aquí vienen a divertirse en la buena estación las damas gaditanas, acompañadas de sus amantes, y seguidas de todo el lujo y aparato de la ciudad. Lo que se gasta y destroza con este motivo es incalculable. Aquí son los rompimientos, los celos, la tibieza, los nuevos amores, los enredos y graciosas aventuras, que alimentan en lo restante del año la curiosidad pública. Chiclana es el retrato de tales fábulas. Los maridos se quedan en Cádiz con sus cálculos y especulaciones mercantiles, envían dinero a Chiclana cuando es menester, y así conservan el inviolable amor de sus fieles esposas”.

Nicolás de la Cruz, el conde de Maule, en ese tomo XIV de su monumental “Viaje de España, Francia e Italia” (1813), insiste es esa imagen de Chiclana: “Este país es el lugar de privilegio para el recreo de las gentes de Cádiz”. Y apunta que la villa “al principio debió ser un pueblo de pescadores, pero después de 1718 con la traslación del comercio a Cádiz ha participado del riego de los metales de la América”. Claro que el conde de Maule no era un viajero, sino un residente enamorado de la ciudad, especialmente de la colina de Santa Ana: “Oh, delicioso sitio –proclama– cuantas veces has dado consuelo a mi espíritu dulcificando las tareas de mis ocupaciones en Cádiz!”. Antonio Alcalá Galiano –quien también vivió entre sus calles– lo reitera en sus “Recuerdo de un anciano” (1862): “El pueblo de Chiclana, lugar de recreo entonces preferido de los gaditanos”.

Entre todas esas descripciones, la más afortunada es la del párroco Nicolás Martínez, que en su descripción de la apertura al culto de la Iglesia Mayor en 1814, define a Chiclana como el «jardín de Cádiz». Ese mismo que en abril de 1811, Frasquita Larrea había descrito con pasión: “¡Era un dulce rincón. Rincón alegre y festivo de la hermosa Andalucía que, alguna vez, la risueña primavera señaló por suyo. A lo lejos podéis divisar este ameno valle. La blanca población de Chiclana resalta entre el perpetuo verdor de sus bosques de pinos”. François-René de Chateaubriand recoge en sus “Memorias de Ultratumba” (1850) una carta del general Moreau, que en su destierro de Francia –ordenado por Napoleón– vivió también en Chiclana: “Henos aquí en Chiclana, lindo pueblo a algunas leguas de Cádiz, gozando de una familiar salud, y convaleciendo mi esposa después de haberme dado una hija robusta”, le escribe en 1804 a la célebre Juliette Récamier.

Los “baños medicinales” en las aguas sulfurosas de Brake y Fuente Amarga también contribuyeron al prestigio de la ciudad: “Chiclana, linda villa rodeada de Pinares, con aguas medicinales y muchas casas de recreo de los hacendados de Cádiz” que Francisco Verdejo en 1855 describe en sus “Principios de geografía astronómica, física y política”. La propia Fernán Caballero lo recoge en “Una paz hecha sin preliminares, sin conferencias y sin notas diplomáticas” (1859), donde dice que “merced a ser pueblo de baños, por tener aguas minerales, y serlo también de recreo, tiene Chiclana su aire elegante y ataviado”. Solo equiparable a la Chiclana que cambia los balnearios –la que Richard Ford en 1855 equipara con la “Botany Bay” de Sidney– por, ya a principios del siglo XX, la playa de La Barrosa: “La más limpia, la más tranquila y mejor situada que se conoce; la que a juicio de todo el mundo, es superior a las de San Sebastián y Biarritz”, como el alcalde Juan Fernández Caro proclamaba ya en 1917.

Aunque sea mirándonos a Italia –Capri, Vulturno, Frascati–, a Francia –Biarritz–, a otras ciudades de España –Aranjuez, San Sebastián–, incluso a Australia –Botany Bay, en el Pacífico Sur–, hemos recorrido un largo camino de la villa que fuimos para llegar a la ciudad que somos.

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