Crónicas del retornado

Hablar por hablar

Don Roman Jakobson se tomó muchísimas molestias para explicarnos para qué usamos el lenguaje. Los estudiantes de bachillerato también se han tomado bastantes molestias para aprenderse lo de las funciones del lenguaje, con el objeto de no ser cateados en Lengua y Literatura. Como a los lingüistas siempre les ha encantado llevarles la contraria a sus colegas, los señores Hallyday y Austin, por ejemplo, se pusieron a enmendarles la plana al citado señor Jakobson y a sus predecesores. El caso es que el lenguaje sí que debe de servir para algo, digo yo.

Prueba de ello es lo mal que estamos llevando en estos tiempos de cólera lo de poder charlar con familiares, amigos, incluso enemigos declarados.

Y no es que tengamos que contarnos nada, ni expresar sentimiento alguno. Lo que queremos es hablar por hablar, placer de difícil disfrute en esta situación. Claro que hay excepciones, como la de unas vecinas mías que siguen formando corrillos enmascarados, a ser posible en mitad de una acera estrecha. De este modo al placer de la charla unen el de impedir a sus convecinos circular con fluidez. Claro que me refiero a una excepción.

Hay gente que no entiende la importancia de hablar por hablar, o lo que solemos llamar hablar del tiempo, que es tanto como no hablar de nada. Pues yo sostengo que eso es tan importante como, por ejemplo, pronunciar una conferencia sobre física cuántica, o participar en un debate electoral. Hablar por hablar es estupendo.

En Chiclana nos encanta hablar del tiempo, eso que los franceses llaman “parler de la pluie et du bon temps.” Ellos lo dicen en términos peyorativos, pero eso es porque no disfrutan, como nosotros, del viento de levante. ¿Qué sería de los chiclaneros si no pudieran hacer comentarios sobre el viento del este? “Parece que va a saltar el levante” (porque el levante no entra, ni sopla: salta) O: “Cuando el levante salta en viernes, hay para toda la semana.” O: “Este levante a lo mejor trae agua.” O: “Este levantazo me tiene la cabeza loca.”

Durante mi estancia en Marruecos pude comprobar lo bien que manejan los marroquíes esto de hablar por hablar. Por ejemplo, en los saludos:

- Salam aalikum. ¿Todo bien?

- Bien, gracias a Dios.

- Tu padre, ¿bien?

- Bien, gracias a Dios. ¿Y tu hermano?

- Mi hermano, bien, gracias a Dios.

- Gracias a Dios. Tu tío de Tánger, ¿bien?

- Bien, gracias a Dios.

- Gracias a Dios…

Por supuesto lo de “bien” hay muchas formas de decirlo, claro está, pero no es cosa de escribir aquí en árabe popular, porque sería dificilísimo. El caso es que a mi me encantaban estas conversaciones y disfrutaba mucho de ellas, tanto como lo de poder besarse entre hombres o circular de la manita con uno de tus amigos sin llamar la atención.

Y, en una de mis habituales divagaciones, aprovecho para decir que lo del besuqueo es una buena costumbre, que estamos echando mucho de menos. La gente de teatro, por ejemplo, siempre hemos sido muy besucones, tanto entre hombres, como entre mujeres, como entre hombres y mujeres. En cuanto nos descuidamos, ya estamos besando hasta al electricista o a la señora del vestuario. Al apuntador, no, pero porque ya no quedan apuntadores.

El universo se divide entre pueblos que besan y pueblos que no besan. Los franceses besan bastante, según qué departamentos; los suecos y los ingleses que yo conozco, no besan casi nada. Pero creo que los campeones del beso son los rusos, que se besan en los morros a la primera de cambio.

Contaba don Santiago Carrillo, persona que yo apreciaba mucho, pese a diferencias ideológicas, que cuando visitó en Rusia a Kruschef, se quedó de piedra cuando aquel político le soltó un besazo en la boca. Comentaba: “yo no sabía si emprenderla a leches con él, o, por el contrario, dejarme querer.”

Volviendo a lo de hablar por hablar, tampoco son desdeñables las conversaciones de fútbol. Yo no entiendo ni pijo de fútbol, no me gusta el fútbol, en una palabra. Sin embargo me lo paso estupendamente con las vacuas conversaciones balompédicas. Es sorprendente cómo mis conocidos dan por hecho que soy un apasionado de ese deporte; más aún, que soy del Cádiz a rabiar. Esta circunstancia me permite limitarme a asentir sin necesidad de aportar nada a la conversación, cosa que me pondría en serios apuros.

Hablar de la mili también es muy entretenido, dentro del ámbito “hablar por hablar”. Tiene varias ventajas, una de las cuales es mosquear a las cónyuges de los hablantes, que nunca entenderán lo imprescindible que nos resulta contar lo cabrón que era el sargento, o lo buenos que eran los bocadillos de sardinas que nos daban en maniobras. Somos unos incomprendidos.

Lo único que llevo mal en esto de hablar por hablar son las conversaciones telefónicas. A los dos minutos de teléfono me empieza a arder la oreja. Cada uno es cada uno.

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